martes, 26 de abril de 2016

DÍA DEL LIBRO


Aún conservamos en el paladar la embocadura del último día del libro. Como el ejército de Pancho Villa, escritores de distinto pelaje exponían como trofeos sus más recientes publicaciones en las mesas preparadas a modo de reclamo en las librerías y biblioteca de nuestra ciudad. Aunque en esto no somos originales. Con una suerte de localismo conmemorativo, la celebración guarda un tono similar en casi cualquier punto de la geografía nacional.

Y digo esto sin ninguna pretensión de desapego. Por lo general, me gusta el folclore. Defiendo la celebración popular de las costumbres de cada rincón. No entiendo el desarraigo de la tradición, siempre y cuando ésta no atente contra la dignidad de nadie. Y en este caso, resulta evidente que no es así. La celebración del día del libro es un claro motivo de festejo, independientemente de lo cerca o lo lejos que se viva el resto del tiempo del universo literario.



Este año, además, la celebración ha adquirido una magnitud mucho mayor al coincidir con el cuarto centenario de la muerte de Cervantes y Shakespeare. Aunque en realidad hoy tenemos la certeza de que ninguno de los dos murió el día 23 del mes de abril. El primero de ellos, el alcalaíno, falleció un día antes, el día 22, mientras que el británico sí que lo hizo el 23 de abril, pero del calendario juliano, que era el que regía en tierras anglosajonas y que se diferenciaba en once días del calendario gregoriano, usado por entonces en nuestro país. Pero esto es lo de menos. La aceptación popular de esta efeméride –impulsada por el marchamo oficial que le otorga la UNESCO– está por encima de lo que impondría el rigor de la historia y eso es lo que importa. Al menos para la industria editorial, los libreros y los mamporreros que cuadran las agendas políticas de nuestros dirigentes, que en esta fecha siempre sacan a relucir su erudición y su ferocidad lectora.

Pero, insisto, aplaudo con fervor cuasirreligioso todas las iniciativas por acercar a escritores y lectores en ésta o cualquier otra celebración. Creo, de verdad, que es importante que se lea para la formación integral de las personas. Decía Javier Marías en estos días que “escribir tiene algo de anómalo”. Seguramente sea así, pero no lo tiene el hecho de leer. Leer, como acto de interpretación y de conocimiento, es un impulso primitivo. Por eso, la amalgama literaria, los cruces antibiológicos de gustos creativos, las mesas expositoras con títulos discordantes y los excesos verbales de poetas y narradores están más que justificados. El día del libro fue un día festivo. Brindemos por ello.

 

martes, 19 de abril de 2016

PEROGRULLO


Hablando de fútbol, empatar es mejor que perder, y ganar es mejor que empatar. Es una obviedad, lo sé. Una perogrullada. Pero alguien tenía que decirla. Y fue el entrenador serbio Vujadin Boskov quien la inmortalizó y la grabó en la conciencia colectiva de este deporte. Por eso, aun a riesgo de ser acusado de simple, yo quiero hacer una afirmación de un carácter similar: un evento literario es mejor que ninguno, y dos es mejor que uno.

Ahora, dicho lo anterior, quizá cabría añadir que, si esos dos eventos van a tener lugar en una ciudad como Almería, en la que las actividades literarias no destacan por su abundancia, lo ideal sería que no coincidieran en fecha y hora. Porque eso fue lo que sucedió hace unos días. El jueves pasado, cualquier persona con el don de la ubicuidad, habría tenido la oportunidad de escuchar los poemas de dos autores distinguidos con el Premio Nacional de Poesía en nuestra ciudad.
 
 

Por un lado, el último galardonado, Luis Alberto de Cuenca, llenó con su poesía de línea clara el aire de la Dulce Alianza y sus tardes poéticas. El que además fuera Secretario de Estado de Cultura y director de la Biblioteca Nacional, reconoció disfrutar en un entorno como el que propiciaba la conjugación de los dulces, el café y los acordes de la guitarra de Enrique Peña para volver a los poemas de toda una vida. Poemas que parecían levantar el dedo índice para que su autor los alzara antes de devolverlos de nuevo al libro que recopila su obra de más de treinta años.

Y por otro lado, la Facultad de Poesía José Ángel Valente concentró la sensibilidad de los poemas de Olvido García Valdés en el Museo de la Guitarra. La poeta asturiana, menos mediática y con menos raíces agarradas a nuestra salobre tierra, tuvo un menor poder de convocatoria, aunque la calidad de su obra se nivela con la del autor madrileño.

En cualquier caso, no me cabe la menor duda de que los amantes de la poesía hubieran preferido no tener que elegir. Sé que la coincidencia de ambos actos es sólo el mal producto del azar. Y también me consta que se están dando los pasos adecuados –por iniciativas particulares– para que no se vuelva a dar una situación igual. Lo que me pregunto es si no debiera existir un área, un departamento o un despacho en cualquier ente público que vele por que esto no pase. Alguien que capitalice la responsabilidad y que se encargue de la gestión y la coordinación de los actos culturales que tienen lugar en nuestra ciudad. O a lo mejor sí que existe. A lo mejor es que solamente estaba descansando de su trabajo tras la Semana Santa, a la espera de que llegue la Feria.

 

martes, 12 de abril de 2016

MALDITO


El malditismo fue un movimiento literario que surgió en Francia a finales del Siglo XIX centrado en el mundo de la poesía, que se llenó de simbolismo. Su filosofía era la de romper con las reglas de la época y lo hizo con un lirismo oscuro y decadente, que trataba de reflejar –al tiempo que criticar– la vida política, cultural y social de ese momento. En la poesía maldita, el mal pasaba a formar un lugar predominante de la naturaleza humana y los versos se cargaban de pesimismo, oscuridad, símbolos y reprobaciones. Y fueron Baudelaire y, sobre todo, Rimbaud los máximos exponentes de este movimiento literario.

Pero el paso del tiempo ha colgado el cartel de maldito a cualquier artista, independiente del arte para el que cuente con su talento, que se opone al canon social, artístico y estético del momento que le toca vivir. Aunque también es cierto que ha sido la literatura del Siglo XX la que más elementos ha sumado al malditismo. Y es fácil reconocer ingredientes comunes a tipos tan variopintos como Henry Miller, Charles Bukowski o Leopoldo María Panero que los recluta y alinea con la definición que los clasifica. Alcohol, autodestrucción, identificación con el condenado, vida intensa y apología del perdedor. Son sólo algunas de las particularidades que definen a estos y otros malditos.

Otra característica común a todos los escritores referidos hasta este punto es que ninguno de ellos se encuentra vivo en la actualidad. Hay quien defiende que el malditismo ha muerto, al menos en el ámbito literario, y que ser un verdadero maldito pasa, hoy en día, por no publicar absolutamente nada. El silencio frente al tremendo ruido de la comunicación. La desidia, la pereza y la insumisión frente a la literatura. Pero no tiene por qué ser así necesariamente. Siguen existiendo malditos. Escritores ácratas. Rupturistas. Secesionistas de la poesía. Pendencieros irredentos de los corsés literarios.


 
Y de entre todos los vivos, quizá el escritor que mejor defina al malditismo es Michel Houellebecq. De origen francés, como el propio movimiento, el autor de Las partículas elementales (publicada en español por Editorial Anagrama en 1999), no deja indiferente a nadie. Irreverente, incorrecto, ateo y particularmente islamófobo, es tan adorado por los que lo defienden como odiado por los que lo atacan.

Sátiro, polémico y canalla, Houllebecq encontró en Almería –donde reside la mayor parte del años– el lugar perfecto para escribir. De los españoles dice que destilamos cierto anclaje a nuestro pasado más rancio. Pero eso es precisamente lo que le atrae. El campo narrativo que genera nuestro modo de vida. Nuestro desierto. Nuestra vasta inacción. Nuestra extravagancia. Por eso, escogió España. Y quizá por eso escogió Almería.

 

martes, 5 de abril de 2016

EL CAMINO


De bigote handlebar, con las puntas tenuemente adelgazadas y sin enroscar, mentón afilado y cabeza afeitada hasta ese lugar fronterizo que marcan las patillas, la imagen del escritor Jesús Carrasco no pasa desapercibida. Y si en determinadas ocasiones la figura que presentamos de nosotros mismos a los demás es el fruto de un algoritmo que escapa a nuestra intención, en el caso de un redactor publicitario –conocedor de las reglas de la mercadotecnia– el azar juega sólo un papel sutil.

El autor de Intemperie (Seix Barral, 2013), novela que le reportó un éxito contundente, que ha sido traducida a veinte idiomas y cuyos derechos de explotación cinematográfica ya han sido adquiridos por una productora, pasó la semana pasada por nuestra ciudad, de la mano del Centro Andaluz de las Letras y con la escritora Mar de los Ríos ejerciendo de anfitriona para presentar su segunda novela, La tierra que pisamos (Seix Barral, 2016).
 
 

Intemperie fue vista por la crítica como un navajazo al panorama literario del momento. Un impacto certero subyugular. Y tengo que reconocer que me sorprendió la ardorosa acogida que tuvo. No tanto por la calidad de la obra, que está fuera de toda duda, sino por descubrir lo necesitada que se encontraba nuestra literatura de una voz que sorprendía por su mirada a lo rural. El registro bucólico de la obra, deliberadamente alejado de lo cosmopolita, recuerda a autores y novelas de hace varias décadas. Por ese motivo, Jesús Carrasco no tardó en recibir el marchamo de neorruralista. Es cierto que las comparaciones –sobre todo con Delibes y con Cormac McCarthy– dan lustre a la biografía del escritor, pero no es menos cierto que su obra y su verbo ágil no lo necesitaba.

En cualquier caso, con esta segunda novela, Jesús Carrasco continúa alimentando a los que depositaron las etiquetas en torno a su literatura. De nuevo el medio rural se erige en protagonista y el lenguaje, en gentil homenaje al léxico de un espacio y un tiempo mal definidos a propósito. Pero la calidad de su literatura nos hace pensar que la obra de este autor tiene que dar para mucho más de sí. Él amenaza con escribir novelas que no fondeen en lo rural. Y nosotros, los que esperamos que crezca abarcando otros territorios literarios, confiamos en que cumpla su advertencia más pronto que tarde.

El final de la presentación de La tierra que pisamos se diluyó de manera sutil entre conversaciones informales con el autor. La pequeña sala de la Biblioteca Villaespesa se presta al intimismo y al contacto que exige una obra como ésta. También en esas distancias Jesús Carrasco cumplió con las exigencias. Ahora sólo falta esperar a descubrir el camino que escoge.