Pero esto no siempre es así. Existen casos en
los que ciencia y literatura se ponen al servicio de un mismo objetivo y
consiguen que el producto creativo se alimente por igual del uno y de la otra.
El primer caso lo encontramos en escritores sin formación científica que escriben
de ciencia. Y es así, por ejemplo, en libros como El nombre de la rosa (de Umberto Eco) o Las partículas elementales (de Michel Houellebecq), que hablan de
la ciencia medieval o de la investigación en el campo de la genética. Pero
también es el caso de escritores como Julio Verne, Borges o Aldous Huxley, que
se tomaron ciertas licencias literarias para hacer ficción e incluso “adivinar”
la llegada de elementos tecnológicos futuribles como el submarino.
El siguiente caso lo encontramos en
escritores con formación científica que se han atrevido con la ficción
literaria con un trasfondo científico. Entre estos escritores podemos destacar
a Isaac Asimov, Michael Crichton, Carl Sagan o Arthur C. Clarke, cuyas obras
tienen un indudable valor creativo.
Y por último están los escritores con
formación científica, pero que en sus obras han abogado por explorar otros
mundos. Entre ellos están, por ejemplo, Juan Benet (ingeniero), Pío Baroja
(médico) o Ernesto Sábato (físico). De la mente de estos científicos han salido
obras como El árbol de la ciencia, Sobre héroes y tumbas o Volverás a Región. Pero en este grupo
también encontramos a científicos que han escrito poesía con verdadero acierto.
Entre ellos se encuentran Erwin Schrödinger (Premio Nobel de Física) o los
españoles Francisco García Olmedo o Jorge Riechman.
La integración
de la ciencia en nuestra sociedad, como parte de la cultura, es aún una tarea
pendiente. Y una parte importante de esa tarea corresponde a la literatura.
Ambas, ciencia y literatura, tendrán que recorrer el camino juntas. Porque,
como escribió Edgar Allan Poe, “¡Oh Ciencia!, tú eres la verdadera hija del
viejo tiempo”, y éste constituye uno de los pilares básicos sobre los que se
asienta la literatura.