Si hay una palabra que defina
por sí sola lo que es el flamenco, ésa es sentimiento.
Por eso, que un libro de poesía donde el sentimiento se desliza entre verso y
verso con la profundidad de un quejío se presente en una peña flamenca es sólo
una maravillosa cuestión de coherencia. Si además esos poemas se llenan de una
desnuda profundidad y un desgarro sencillo, la ecuación sólo podía entenderse
en un entorno como el de la cueva que muerde la piedra de la Peña el Morato.
Y eso es lo que sucedió la
semana pasada cuando Blanco roto, el
último poemario de Aníbal García, comenzó a ser desgajado por su autor sobre la
madera gastada del tablao flamenco. Los versos, que se desplazan de forma
cotidiana por la vida de su autor, llenaron el aire de una sensibilidad sin
excesos y una belleza rotunda. Y la luz un tanto tímida del interior de la
peña, acostumbrada al lamento y la emotividad flamenca, se llenó de silencio
para escuchar al poeta.
La edición corre a cargo de un
sello editorial independiente, Raspabook,
decididamente implicado con la literatura. Y el resultado, como no podía ser de
otro modo, es un libro cuidado y bello donde la poesía se convierte en el
horizonte de un pasado reciente lleno de luz.
A su lado, el murmullo de una
guitarra. Las notas arrancadas a las cuerdas por Lumaga tienen el sabor de lo
callejero. Suenan al rumor tranquilo de lo cotidiano en el atardecer del centro
de la ciudad, con la funda del instrumento, como el perfil de un cadáver,
esperando el reconocimiento. Luis Martínez es voz y desnudo. Intimismo de
tiempo medio. Es música que huye de fuegos artificiales para mostrar la vida
tal y como es.
A cada serie de poemas, la
música replicaba dócil. Complacida. Cada giro de una vida tenía su imagen en la
vida del otro. Porque música y poesía son experiencia.
Luis y Aníbal, Aníbal y Luis,
mezclaron vivencias tangenciales con registros distintos. Anudaron experiencias
con voz y guitarra. Como si la garganta y la madera formaran parte del mismo
cuerpo, o como si el tiempo hubiera hilvanado dos momentos que hace mucho que
existieron. Luego, de camino a casa, y con la convicción de que al final uno
termina convirtiéndose en lo que escribe, el recuerdo de algunos acordes
terminaba de poner la música a los versos del poeta.
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