martes, 22 de diciembre de 2015

CUENTO DE NAVIDAD

Ya está aquí la Navidad. Tiempo de reencuentro, de ilusión, de familia y de tradición. Para muchos la Navidad es nostalgia y emoción. Para otros, es sólo producto del marketing. En cualquier caso, lo que resulta incuestionable es que en esta época del año tiene lugar la festividad más celebrada en occidente.

En efecto, hay quien piensa que todo esto se lo debemos a grandes multinacionales, pero concluir que 2000 años de celebraciones cristianas se resumen en una cuidadosa mercadotecnia resulta demasiado simplista. Además, no hay nada más que echar la vista atrás para comprobar que la Navidad tiene un carácter similar al de hoy en día desde mucho antes del nacimiento de estas empresas. De hecho, es en el siglo XIX cuando la festividad comienza a empaparse de una estética y una atmósfera parecida a la actual, debido, en buena medida, a un libro: Cuento de Navidad, de Charles Dickens.


Fotografía de Pablo Barroso

 
Dickens es uno de los escritores más destacados de la época victoriana. De humor afilado y preciso análisis social, satirizaba a la clase aristócrata inglesa y la estratificación social, y defendía con ahínco los derechos laborales del empobrecido proletariado británico. Y eso se refleja en libros como Oliver Twist o David Copperfield. Pero de todos, quizá su libro más popular y el que, como decimos, ayudó a cambiar la percepción de esta época del año fue la novela corta Cuento de Navidad.
El libro fue publicado por primera vez en el año 1843 y en él se narran las vivencias de su protagonista, Ebenezer Scrooge, en la Nochebuena en la que es visitado por una serie de espectrales personajes. Scrooge es un avaro usurero de nariz afilada, ojos rojos y labios finos y morados. Egoísta, déspota y miserable, el protagonista de la novela es sorprendido por la visita sucesiva de cuatro fantasmas: el de un antiguo socio, el del Fantasma de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes y el de las Navidades Futuras. Entre todos consiguen, a través de distintos viajes a lugares y tiempos alejados de aquella noche en su hogar, que Scrooge rectifique el camino de su actitud para escapar de un destino que se le presentaba triste y solitario. El usurero se deja empapar por el espíritu navideño y corrige su alma con derrochada amabilidad.

El carácter del libro es pretendidamente didacta y paternalista. Incluso podríamos decir que adoctrinador. Sobre todo visto con la perspectiva que dan casi 200 años. Pero es innegable el poder que tuvo su publicación en una época en la que la celebración de la Navidad corría el riesgo de desaparecer en el mundo anglicano. Por eso puede ser una buena idea volver a él en estos días.

 

martes, 15 de diciembre de 2015

FACULTAD DE POESÍA


La semana pasada vivimos con gran dosis de ilusión el nacimiento de un nuevo proyecto literario en nuestra ciudad. Se trata de la Facultad de Poesía José Ángel Valente, coordinada por Isabel Giménez Caro y Raúl Quinto –no imagino dos personas más adecuadas para dar cuerpo a esta idea–. El objetivo de este aula literaria tiene mucho que ver con la promoción de la actividad poética. De hecho, ya están programadas conferencias y seminarios que han de servir de altavoz a la poesía más rigurosa y avanzada, y que la conectarán con nuestra provincia.

El proyecto es ilusionante y esperanzador. Y más aún cuando los medios de comunicación lo presentan como heredero de otras iniciativas que en los últimos años han colocado a nuestra provincia en la geografía cultural de nuestro país. Me refiero a la actividad de la editorial El Gaviero, a la librería Sintagma de El Ejido, a los banderines del Zaguán –y de Curri– o al Aula de Poesía de Unicaja; todos ellos proyectos finalizados o a punto de hacerlo.


Pero hay algo que diferencia a la Facultad de Poesía de todos los demás y es que el primero se enmarca dentro de un proyecto de trabajo en red de las Universidades Andaluzas en materia de extensión universitaria mientras que el resto no dejan de ser iniciativas privadas. Y la diferencia no es insignificante. En la misma semana en la que se presentaba este magnífico propósito, los aspirantes a recibir el juego de llaves de la Moncloa se enzarzaban en un debate televisivo a cuatro. Los políticos hablaron de economía, de sostenibilidad, de corrupción y de otras áreas del ámbito del interés general, pero ni una sola palabra de cultura. Nada sobre cine, pintura o teatro y muchísimo menos sobre literatura.

Cada vez más, la nueva política aspira a que las iniciativas privadas articulen la cultura de nuestro país. Pero es innegable el efecto transformador que la cultura presenta, por lo que restar financiación pública al ámbito de ésta es una manera de eludir responsabilidades políticas.

Que la financiación de un proyecto cultural sea pública o privada no le da valor ni se lo resta. Pero sí que es una demostración de cuáles son las intenciones de nuestra clase política. Si en plena campaña la presencia de la cultura en los debates, en los mítines e incluso en los programas electorales, es mínima, cabe esperar que cuando depositemos nuestro voto en la urna, sea inexistente. En esto se igualan todos. Progresistas y conservadores. Liberales y renovadores. Confiemos en que proyectos como el que en estos días celebramos su nacimiento sean la avanzadilla de otros muchos y que la política conceda a la cultura la importancia que tiene en el conjunto de la sociedad.

martes, 8 de diciembre de 2015

EL DESIERTO

Pocos elementos de la naturaleza tienen tanta fuerza literaria como el desierto. El desierto es violento, descarnado, inabarcable y terriblemente bello. Características que lo igualan a algunos de los personajes narrativos más importantes de la literatura. Además, lo que sugiere la imagen del desierto es una esencia indómita y eso siempre resulta atractivo al ansia de libertad de nuestra naturaleza humana. La contradicción de su apariencia estática frente a la realidad de sus formas continuamente cambiantes resulta tan perturbadora como fascinante. Su aridez monótona frente al efecto mutante de una tormenta de arena. Su imagen imperturbable frente al aspecto mudable y angustioso de la incandescencia del sol. Su color ocre insistente frente al devastador efecto del clima. De cualquiera de estas oposiciones, de estos enfrentamientos, podría nacer el argumento que alimente una buena trama narrativa.

El desierto también es desafío, como desafío es la literatura. La escasa lluvia dificulta el desarrollo de la agricultura en su tierra estéril. Lo convierte en un territorio inhóspito para la mayoría de los animales domésticos, incapaces de adaptarse a los drásticos cambios de temperatura entre el día y la noche. Por eso, los desiertos son los lugares de menor densidad de vida en nuestro planeta. Si en otros espacios el hombre ha sabido cambiar el entorno para hacerlo práctico ante sus necesidades, la única posibilidad de sobrevivir en el desierto pasa por que sea el hombre el que se adapte a vivir en él. Y ese reto también es tremendamente literario. Como lo es la superación, la evolución y la metamorfosis.

Fotografía de Pablo Barroso

Por otro lado, el enfrentamiento del escritor al folio en blanco tiene mucho de encarar el desierto. Porque el momento creativo es un acto de pura soledad; como lo es cualquier travesía por el desierto. Pero esa soledad y la imagen del folio en blanco no son angustia sino posibilidad, como el desierto. No son desazón sino oportunidad. No son sufrimiento sino optimismo.


Por último, hay algo maldito en los desiertos que los contraponen al paraíso y que los envuelve en un halo de atracción. Y lo es desde el mismo momento de la creación. Desde el instante en el que la primera Eva quiso igualarse a Dios y comió el fruto del árbol que estaba en mitad del jardín, y éste los desterró del paraíso devolviéndolos al desierto y la tierra de la que fueron formados. Por eso el desierto es castigo y trabajo. Es la forma de encontrarse con la naturaleza primitiva del hombre. Es también carencia y anhelo. Es lamento y deseo. Es, al fin y al cabo, como la propia vida. Como la literatura.

martes, 1 de diciembre de 2015

CRÓNICA PERSONAL


Me gustan los talleres literarios. Un defecto como otro cualquiera, lo sé. Pero es que gracias a ellos he tenido la oportunidad de conocer y aprender de escritores a los que respeto –y, a algunos, incluso admiro–. Entre ellos puedo citar a Ángeles Caso, Félix Romeo, Juan Manuel de Prada, Clara Sánchez o Juan Eslava Galán. Pero hay un autor al que coloco por delante de todos y es que el solo hecho de haber compartido con él varias tardes con la excusa de la literatura ya justifican mi querencia por estos talleres de narrativa: se trata de Antonio Orejudo.

Orejudo es un tipo amable, inteligente y ácido. Educado e irónico. Mordaz e irreverente, pero con alma caballeresca. Y por encima de todo, es un gran escritor. Para mí, el más importante de los escriben en Almería. Es cierto que algún otro se mueve mejor por las coordenadas del éxito editorial, pero por motivos que no son sencillos de resumir –y que no voy a cometer la osadía de exponer–, Antonio Orejudo debe ser la principal e ineludible referencia de todo aquel con pretensiones literarias en nuestra ciudad.

Fotografía de la página web de Jotdown
 
Su primera obra, Fabulosas narraciones por historias, un libro tan sorprendente como hilarante sobre la tradición literaria heredada, le valió el premio Tigre Juan a la mejor primera novela española. Luego publicó Ventajas de viajar en tren –Premio Andalucía de Novela–, un libro esquizofrénicamente inteligente; divertida historia de historias. La consolidación le llegó con Reconstrucción, una novela sin filigranas literarias que se pasea por el siglo XVI a través de un juego complejo que se acerca con excelencia a las tragedias del presente. Y en Un momento de descanso, su última novela hasta el momento, el autor ejecuta una singular reflexión sobre la mediocridad instalada en la universidad española con tanta fidelidad que resulta grotesco.

Pero el libro de Antonio Orejudo al que quiero acercar la lente en esta columna es otro. Se trata de Almería, crónica personal. En él, el narrador se aproxima a nuestra ciudad para contar su historia. Una historia real y dura como el desierto. Orejudo no edulcora la verdad. Como él mismo dice, el paraíso tiene también una cara desagradable, y esa cara, mostrada con objetividad y cierta lejanía, se convierte en el espejo de nuestra tierra. El libro, posada íntima para los de aquí, es un libro de experiencias. Un lugar donde escaparse para seguir huyendo. Un arpón al orgullo provinciano al que, sin duda, el autor no pretende halagar.

Antonio Orejudo es un grande de la literatura que escribe desde Almería. En su haber, su obra. En nuestro debe, la gratitud y el reconocimiento. Son pecados que nos esforzamos en repetir. Espero que esta vez enderecemos a tiempo.

 

martes, 24 de noviembre de 2015

EL GAVIERO


Maqroll el gaviero es el personaje más representativo, singular y notable de la obra del escritor colombiano Álvaro Mutis. Un marinero en constante búsqueda. Quizá por eso, cuando Ana Santos y Pedro J. Miguel deciden crear una editorial en el año 2004, la mirada de los dos jóvenes se cruzó en el horizonte con el oteo del personaje literario.

El Gaviero –que terminaría convirtiéndose en ineludible referencia del mercado del libro– es una editorial bonsái, en palabras de la propia Ana. Un bonsái que tuvo sus ojos. Ojos entusiastas, valientes, bondadosos y creativos. Apasionados y tímidos. Una editorial que heredó de ella el gusto por la poesía y por los libros. Porque en El Gaviero se cuida tanto el contenido como la forma, otorgando a cada creación un carácter único y exclusivo.

El Gaviero nació preñado de ideas. Ideas que fueron generándose en el anterior proyecto de Ana: Salamandria, una revista de este sur, que a ella, como a Valente, inundó de luz. Salamandria tuvo un formato distinto con cada alumbramiento, pero siempre bajo el sello inconfundible de ella. Porque Ana impregnaba de sí todo lo que tocaba.

Fotografía de Pablo Barroso


Ana escondía su alma enérgica detrás de media sonrisa esquiva. Dibujaba con su voz deliciosa proyectos inverosímiles que cobraban forma por su ilusión y tenacidad. Y fue así como nacieron Salamandria y El Gaviero, pero también LILEC o la poesía bífida. El primero de ellos, un fabuloso festival en honor del libro y la lectura que llenaron Almería de escritores, lecturas, creaciones y conversaciones con un formato sin fisuras, cuya desaparición seguimos llorando. Y el segundo, una celebración del día Internacional de la Poesía organizado junto a Isabel Giménez Caro, otra mujer con el alma llena de sueños.

Pero la muerte llegó temprano. Con marzo tocando su fin, en el año 2014, el cáncer segó su vida llena de vida. Porque aún no le tocaba. Porque cuando dejó atrás la cervantina Alcalá de Henares para aterrizar en nuestro mar buscando su gavia, la vida cultural de Almería ganó energía. Ana sembró la poesía y ésta creció en una tierra de esparto y de luz. Con ella la literatura ocupó el espacio que tanto tiempo la estuvo esperando. Pero ella se fue cuando aún no le tocaba.

Ahora nos enteramos –en realidad lo sabíamos, pero preferimos mirar hacia otro lado– que la editorial que Ana y Pedro engendraron, cierra la persiana para siempre –será a mediados de 2016–. Sin ella, el final era sólo la consecuencia inevitable del paso de un tiempo breve. Por suerte, quedarán sus obras. Sus libros, sus proyectos, sus sueños con estructura de verso y sus ilusiones con rima asonante. Por suerte, nos queda su gavia.  

martes, 17 de noviembre de 2015

LA DEUDA

La literatura de viajes es un género a veces considerado menor, a pesar de haber dado un buen puñado de grandes títulos a la literatura universal. Por eso me sorprendió que el ministro Wert, en la entrega del Premio Cervantes del año 2014, destacara dos libros de este género para señalar la obra de una etapa concreta de la vida del premiado Juan Goytisolo. Los libros en cuestión eran Campos de Níjar y La Chanca. Pero, probablemente, puestos a subrayar estos títulos con un género determinado, lo correcto sería decir de ellos que se trata de literatura social por lo que tienen de denuncia y por su empeño en convertir en protagonista no a un personaje aislado, sino a un colectivo que vive en unas condiciones completamente alejadas de las entendidas como ideales.
En Campos de Níjar, el paisaje polvoriento, la miseria y la hostilidad de una tierra que no concede la más mínima tregua a quien la habita, reciben al escritor, que se convierte en un observador que no pretende ser neutral. Frente a la dureza geográfica y climatológica, frente a la pobreza y a su violencia, Goytisolo encuentra en su gente una actitud de calmada resignación que le sorprende y que denuncia.
En La Chanca, el subdesarrollo profundo, el analfabetismo normalizado y el asumido estatus de un barrio separado del centro de Almería por unas fronteras tan invisibles como firmes, reclamaron la atención del escritor, que se sintió desde el principio fuertemente atraído por la belleza y la miseria del lugar.

Fotografía de Pablo Barroso
 
En ambos casos, lo que resulta incuestionable es la fiel radiografía que trazó Goytisolo de dos puntos de una provincia maltratada y abandonada. El escritor dibujó el perfil de un cadáver tendido en la acera, aunque sólo fuera para dejar constancia de su existencia. Pero a cambio, Almería –o, mejor dicho, sus representantes políticos­– ejecutan el pago de su trabajo declarándolo persona non grata hasta en dos momentos de su vida.
Es cierto que Juan Goytisolo ha manifestado abiertamente su repulsa a la consagración planeada de los escritores y a lo que él mismo llamó su “calculada inmortalidad”. Sabemos que huye de reconocimientos que buscan mayor gloria del que homenajea que del homenajeado. Pero resulta imperdonable que la figura de este Grande de las letras en español no ocupe en Almería –su añorada querencia– el lugar que su vinculación con la ciudad debería concederle. Porque la donación de su archivo literario, su descarada imparcialidad y su profundo compromiso con una ciudad con la que el escritor ha reconocido siempre que le unen estrechos lazos de apego y afinidad, bien merecen el respeto y el reconocimiento que tantas veces se le negó.

martes, 10 de noviembre de 2015

LA CIUDAD CELESTE


Contra el dolor de vivir, la literatura. La receta, como un bálsamo frente a la existencia, era del poeta T. S. Eliot. El escritor hizo bandera de su propio hastío, e inmerso en la atmósfera que había creado para sí mismo escribió Tierra baldía, un poema que se convirtió en el exponente del desencanto para toda una generación. Este poema comienza con un verso que después  ha sido utilizado en multitud de ocasiones y que viene a exponer la crueldad máxima del mes de abril.

Y así, bajo el paraguas del mes de abril, uno de los seguidores más firmes del escritor británico llegó a Almería a ensalzar la desnudez de su paisaje y la luz de la ciudad. José Ángel Valente escondía su timidez detrás de unas gafas enormes y de un gesto esquivo. Estaba cansado de los poetas, de los ambientes literarios, de los corsés generacionales y de la retórica institucional. Por eso vino a Almería, a la ciudad celeste. A una ciudad hecha de retales, una ciudad callada, simbólica, apática, una ciudad donde esperaba encontrar un refugio creativo. Llegó en la huída de los ambientes climatológicamente fríos y húmedos donde había vivido –Galicia, Madrid, Oxford, Ginebra y París–, y la luz de Almería, espontánea y cálida, lo recibió con la sobriedad armónica del desierto. Lo acogió con una mezcla de calidez e indiferencia a partes iguales, como reciben las ciudades de las afueras a sus visitantes, pero él supo entender que era la forma que tenía la ciudad de darle su bienvenida.

Fotografía de Pablo Barroso
 
Llegó por casualidad, pero se quedó por convicción. Y fue capaz de entender a la ciudad al tiempo que la ciudad fue tomando cosas de él. Porque Almería era una ciudad culturalmente baldía que se enriqueció de la vocación infinita del poeta y de su actitud de vanguardia. Se llenó de su conciencia crítica, de su coherencia y de la lucidez ética y estética de su obra. Y él supo encontrar en la ciudad un espacio vacío que convirtió en un espacio para la creación. Porque Valente buscaba ese espacio cero como el único lugar de donde podía nacer su actividad creativa, y en la provincia de Almería, en su arena, en su soledad, en su salitre y en su mar mediterráneo, ese espacio cero se llenó de él y de su literatura.

Así que la ciudad no tuvo más remedio que enamorarse del poeta y de su poesía, consciente de que desde ese cruel abril, los hilos que van hilvanando la historia los había unido para siempre. Y hoy, mientras la Alcazaba vigila su azotea como si esperara que volviera –aunque él nunca terminó de irse-, el recuerdo del poeta no sólo se respira en la casa del casco antiguo que lo eligió; también en el sonido ronco de su voz recorriendo los paisajes urbanos de la ciudad y en la luz celeste que lo baña todo.