martes, 31 de mayo de 2016

TRADUCCIÓN


La traducción de textos literarios es una labor que tiene muy poco de escaparate. Aunque el papel que el traductor juegue en el resultado final de la edición de un libro sea fundamental, éste es alguien que trabaja en la sombra y que cuenta con una escasa labor creativa. Al menos ésa es la opinión generalizada. Pero, como apuntaba el Premio Nobel de Literatura Octavio Paz en su libro Versiones y diversiones, “traducción y creación son operaciones gemelas”. Para el escritor mexicano, la traducción es un trabajo de industria verbal, donde la obra original es sólo un punto de partida en la creación de una nueva, bajo la premisa de un exquisito respeto, tanto estético como existencial, por el texto de partida. Es decir, el papel del traductor en la literatura –y, especialmente, en poesía– no es tan pasivo como cabría pensarse, sino que cuenta con una actividad fundamental que va más allá de transcribir palabra a palabra un texto. Más allá de alcanzar la “equivalencia perfecta” a la que hacía referencia el académico García Yebra al hablar de la traducción de textos científicos.

Y desde este punto de vista, la semana pasada visitó nuestra ciudad, de la mano de la Facultad de Poesía José Ángel Valente, el traductor Ramón Buenaventura. Buenaventura es un hombre de un físico contundente que a sus setenta y cinco años destila lucidez y genialidad. De pensamiento ágil y verbo punzante, realizó un bosquejo de sus más de cincuenta años en la traducción guiado por el diálogo con el profesor de la UAL –y director de la editorial universitaria–  Miguel Gallego Roca. Tiró de recuerdos, de anecdotario y de memoria para contar cómo ha discurrido la historia de la traducción poética en nuestro país y del papel en ésta de las editoriales Hiperión y Visor en las últimas décadas del Siglo XX, y humanizó, desde su experiencia, el papel de autores y editores.



Como otros muchos traductores, llegó a la profesión por pura casualidad, con un texto con el que había trabajado sin ninguna pretensión comercial ni preparación académica –sólo lo hizo porque hablaba francés–, y en su visita a nuestra Universidad defendió con flema que la suya no es una actividad mecánica.

La traducción de textos escritos, como es obvio, ocupa un espacio pequeño en la historia del hombre –no más de veinte siglos, y sólo el último de ellos de manera regular–. Y, probablemente, su recorrido futuro sea más corto aún. Pero la realidad es que, gracias al trabajo exquisito de gente como Ramón Buenaventura, muchos hemos podido leer y entender el universo literario de autores como Sylvia Plath o Rimbaud. Así que desde aquí mi reconocimiento y mi agradecimiento a su manera de entender su relación con la obra del otro.

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