La
traducción de textos literarios es una labor que tiene muy poco de escaparate.
Aunque el papel que el traductor juegue en el resultado final de la edición de
un libro sea fundamental, éste es alguien que trabaja en la sombra y que cuenta
con una escasa labor creativa. Al menos ésa es la opinión generalizada. Pero,
como apuntaba el Premio Nobel de Literatura Octavio Paz en su libro Versiones y diversiones, “traducción y
creación son operaciones gemelas”. Para el escritor mexicano, la traducción es
un trabajo de industria verbal, donde la obra original es sólo un punto de
partida en la creación de una nueva, bajo la premisa de un exquisito respeto,
tanto estético como existencial, por el texto de partida. Es decir, el papel
del traductor en la literatura –y, especialmente, en poesía– no es tan pasivo
como cabría pensarse, sino que cuenta con una actividad fundamental que va más
allá de transcribir palabra a palabra un texto. Más allá de alcanzar la
“equivalencia perfecta” a la que hacía referencia el académico García Yebra al
hablar de la traducción de textos científicos.
Y desde
este punto de vista, la semana pasada visitó nuestra ciudad, de la mano de la
Facultad de Poesía José Ángel Valente, el traductor Ramón Buenaventura. Buenaventura
es un hombre de un físico contundente que a sus setenta y cinco años destila
lucidez y genialidad. De pensamiento ágil y verbo punzante, realizó un bosquejo
de sus más de cincuenta años en la traducción guiado por el diálogo con el
profesor de la UAL –y director de la editorial universitaria– Miguel Gallego Roca. Tiró de recuerdos, de
anecdotario y de memoria para contar cómo ha discurrido la historia de la traducción
poética en nuestro país y del papel en ésta de las editoriales Hiperión y Visor
en las últimas décadas del Siglo XX, y humanizó, desde su experiencia, el papel
de autores y editores.
Como otros
muchos traductores, llegó a la profesión por pura casualidad, con un texto con
el que había trabajado sin ninguna pretensión comercial ni preparación
académica –sólo lo hizo porque hablaba francés–, y en su visita a nuestra
Universidad defendió con flema que la suya no es una actividad mecánica.
La
traducción de textos escritos, como es obvio, ocupa un espacio pequeño en la
historia del hombre –no más de veinte siglos, y sólo el último de ellos de
manera regular–. Y, probablemente, su recorrido futuro sea más corto aún. Pero
la realidad es que, gracias al trabajo exquisito de gente como Ramón
Buenaventura, muchos hemos podido leer y entender el universo literario de
autores como Sylvia Plath o Rimbaud. Así que desde aquí mi reconocimiento y mi
agradecimiento a su manera de entender su relación con la obra del otro.
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