martes, 5 de julio de 2016

VERANO


Defendía Fernando Fernán Gómez en el título de una de sus obras que Las bicicletas son para el verano. Y en el desarrollo de la trama, uno de los protagonistas se lamenta diciendo que “sabe Dios cuándo habrá otro verano”. Éste lo decía en sentido figurado. En realidad, lo que le preocupaba era saber cuándo recuperaría la paz social esa España de posguerra en la que se desarrolla la acción. Porque era consciente de que el verano terminaría llegando. El de verdad. El climatológico.

En Almería, la llegada del verano no viene determinada por ese suceso astronómico conocido como solsticio y que tiene que ver con la inclinación del planeta, con la posición del sol en el cielo y con la duración de los días. En Almería, la llegada del verano se produce la noche de San Juan, un par de días después de que quede establecido por la situación de los cuerpos celeste. Se encienden hogueras que pretenden prolongar el calor de un sol que acaba de empezar a reducir su espacio en las calurosas tardes estivales y se alude al carácter purificador del fuego para justificar que se reduzcan a cenizas docenas de palets, los restos de muebles desvencijados, libros de páginas amarillentas y apuntes de dudoso valor intelectual. Hace varios siglos que la fiesta cristianizó una celebración pagana cuyos ritos conducían a la limpieza del alma a través de los símbolos de la nueva estación: el agua y el fuego. Hoy, todo eso ha adquirido un carácter mucho más terrenal y la música y el alcohol son los elementos que centran la bienvenida al verano.
 
 

En cualquier caso, tanto antes como ahora, la nueva estación acepta su ciclo y trae de la mano toda una legión de señales y de rituales que repetimos con aceptación monástica. Unos los disfrutamos, mientras que otros, sencillamente, los asumimos. Asumimos la composición del sonido del oleaje, el graznido de las gaviotas y los gritos de la muchedumbre. Asumimos el desorden, la flexibilidad de las exigencias vitales y la huida de la monotonía. Asumimos el calor y la espesura del aire. Y quizás lo asumamos todo porque a cambio dejamos que la literatura ocupe un espacio que el resto del año le negamos. Permitimos que otras vidas se cuelen en la nuestra. Bajamos la guardia para llenarnos de ellas.

Porque también los libros son para el verano. Los libros que hemos ido amontonando junto a la lamparita, o acumulando en la lista de deberes, recuperan nuestra atención. Como cualquiera, desde su destierro, sólo exigen un poco de tiempo. A cambio, la capacidad de hacer más llevadero un nuevo verano. Con su fuego, con su viento y con su sal.

 

martes, 21 de junio de 2016

GARCÍA CASADO


Para los que nos acercamos a la poesía en el cambio de siglo con las ganas de renovación que nos concedía nuestra juventud, Pablo García Casado (Córdoba, 1972) llegó con el alboroto de las mudanzas. Esto, a su manera, lo dijo Raúl Quinto la semana pasada, cuando lo presentó en la última actividad de la Facultad de Poesía José Ángel Valente hasta después del verano, pero yo llevaba varios días con la idea en la cabeza. Y es que en el año 1997 Pablo García Casado ganó el Premio Ojo Crítico de RNE con su primer poemario, Las afueras, y su descubrimiento fue catártico para mí.

Las afueras fue publicada en una por entonces jovencísima –y hoy tristemente desaparecida– editorial: DVD. Un sello arriesgado para un libro que desfilaba por un camino aún sin explorar en la poesía española, el del realismo sucio. Y el resultado no pudo ser mejor. Las afueras tardó muy poco en convertirse en una referencia en la que sorprendió, sobre todo, el uso de un lenguaje que transita las fronteras de lo que se consideraba poético y lo que no.
 
 

Pablo García Casado reconoció sentirse cómodo en Almería. Y se le notaba. Recordó, con la complacencia de saberse en otro momento vital y con una sonrisa, la primera vez que visitó nuestra ciudad, con apenas una mochila en su espalda. También se le notaba la complicidad con Raún Quinto y su agradecimiento a la Facultad de Poesía por contar con él. Y él le correspondió. García Casado se sacó un libro viejo de la manga y blandió al aire sus hojas amarillentas. Luego lo abrió por una página que había marcado y leyó El hombre santo reunió a sus palomas, de Valente. No fue la única referencia al etéreo anfitrión de la jornada. También habló de la desnudez de su poesía y de cómo ésta encuentra su proyección en el paisaje árido y montañoso de nuestra provincia.

Después hizo un repaso cronológico por los poemarios que sucedieron a su primer libro. Luis Antonio de Villena dijo alguna vez que el problema de debutar con Las afueras era lograr sobrevivir a él. Pero García Casado lo consiguió. Como también sobrevivió a la desaparición de DVD. Para entonces, el poeta se había asentado en el agitado panorama poético nacional y, como consecuencia, sus dos últimos libros han visto la luz en un sello de gran tradición como es Visor. Pero esto no ha restado frescura ni vanguardia a sus creaciones. Pablo García Casado no se esconde. En su último libro, García (Visor, 2015), vuelve a mostrarse como es. A mostrar lo que piensa. A dar su visión de lo que somos como país. A contarnos que para él, ser español es, entre otras cosas, amar, pagar y vivir. Y dejar vivir. Así que aplícate el cuento.

 

martes, 14 de junio de 2016

FOTOGRAFÍA


Si preguntáramos a distintos escritores qué provocó la creación de una obra determinada, seguramente encontraríamos tantas respuestas como creaciones. Una experiencia propia o lejana, la lectura de un pasaje de la historia o el fragmento de una canción. Las raíces del proceso creativo se agarran a casi cualquier tipo de terreno. Pero tengo que reconocer que cuando el pasado jueves, la poeta Aurora Luque dedicó la lectura de uno de sus poemas a Carlos Pérez Siquier –por haber servido una de sus fotografías como inspiración para el nacimiento de ese poema– disfruté de la coincidencia de estar sentado en la silla contigua a la del genial fotógrafo almeriense.

El evento que provocó este sencillo homenaje fue la nueva edición de una tarde poética en la Dulce Alianza. En los bajos de la pastelería, Pérez Siquier recogió la dedicatoria con un gesto modesto y sin ningún aspaviento. Se merendaba un Santa Paula, a cucharadas pequeñas y placenteras, mientras la música de la guitarra del joven Antonio García Quero se intercalaba con los versos de Aurora Luque. Yo observaba al fotógrafo a hurtadillas, y trataba de buscar el encuandre de su mirada. El enfoque de cada imagen. Porque el buen fotógrafo es aquel que tiene la sensibilidad de arrancarle a la realidad un fragmento extraordinario. El que toma lo cotidiano y lo disfraza con su sentimiento. Como decía Susan Sontag, “no es la mirada misma, sino la forma de mirar”. Por eso yo dirigía la mía allá donde él posaba la suya
 
 

Perez Siquier es un fotógrafo imprescindible. Un personaje que hizo visible a Almería en un tiempo en el que el desierto se extendía no sólo como el territorio arenoso que cubre una parte de nuestra provincia. Se unió a la Agrupación Fotográfica Almeriense cuando era un jovencísimo empleado de banca, y en apenas unos años la transformó en una referencia cultural que escapó de nuestras fronteras. Tal fue la metamorfosis que vivió aquel grupo que encabezó, que fue invitado a participar es una exposición colectiva en el MOMA neoyorquino para gozo de nuestra historia local.

Su fotografía es una búsqueda continua de la autenticidad. Una fotografía que se limita a conceder el protagonismo a lo que pasa detrás de la cámara. Y eso fue lo que le llevó a acercarse a la humildad de un barrio como la chanca y al humanismo que destilaba la vida allí. Quizá, de alguna forma, como la poesía. Quizá, de alguna manera, Aurora Luque veía en aquella fotografía al ojo que miraba y a la mirada del fotógrafo. A su alma. Quizá.

 

martes, 7 de junio de 2016

SIGLO DE ORO


Lo que pasa en la cocina bien lo sabe el que fue cocinero antes que fraile. Al menos eso dicta nuestro genuino refranero. Pero, ¿y el que fue profesor de literatura antes que Papa? Pues también. También sabe lo que se cocina en las aulas donde se forma y se educa. Y es que el mes pasado el Papa Francisco recibió en audiencia privada al director del Instituto Cervantes –Víctor García de la Concha–, al director de la Real Academia Española de la Lengua –Darío Villanueva– y al director de la Biblioteca Clásica de la Academia –Francisco Rico–, y en el contexto de esa reunión les contó que él tuvo que ejercer como profesor en Buenos Aires, impartiendo clases de literatura. Y me resultó curioso que narrara cómo a los alumnos les costaba leer el Quijote mientras que mostraban sus preferencias por La Celestina, por ser más “picante”. Me resultó curioso esa forma de acercarse a los Clásicos y me resultó curioso el uso del término “preferencias” por lo que conlleva de selección y de elección.

Y pensaba en ello cuando el otro día paseaba por la Puerta de Purchena, marcando los pasos al ritmo que parece indicar la estatua de Nicolás Salmerón, y sobre mi cabeza ejecutaban un débil vuelo aleatorio pergaminos con fragmentos de textos de nuestro Siglo de Oro colgados de las ramas de los árboles. Góngora y Quevedo compartiendo nicho. El teatro de Lope de Vega resonando en la madera aún viva. Fragmentos del Quijote y de la Celestina danzando por igual.
 
 

La iniciativa, coordinada por la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, lleva por nombre “El Jardín de las Palabras”, se enmarca dentro de las XXXIII Jornadas de Teatro del Siglo de oro y en ella participan escolares de varios centros de la provincia. Dejad que los niños se acerquen a la literatura, podríamos pedir.

Volver a estos textos es siempre un acierto, porque nos hacen viajar al origen de nuestra literatura. Y, además, porque suelen ser textos divertidos. Narraciones que nos descubren una sociedad que estaba viviendo importantes cambios religiosos y políticos, y que empezaba a apreciar la nueva forma de entender el arte. Pero una sociedad anclada aún fuertemente a su tradición católica y rural. Volver a estos textos es la mejor forma de conocer lo que somos como país y de entender nuestra cultura. Así que no estaría de más que no sólo los niños se acercaran a ellos. También les haría mucho bien a esos políticos que ya andan de nuevo a vueltas con otra campaña más en la que parecen haber olvidado tantas y tantas cosas.

 

martes, 31 de mayo de 2016

TRADUCCIÓN


La traducción de textos literarios es una labor que tiene muy poco de escaparate. Aunque el papel que el traductor juegue en el resultado final de la edición de un libro sea fundamental, éste es alguien que trabaja en la sombra y que cuenta con una escasa labor creativa. Al menos ésa es la opinión generalizada. Pero, como apuntaba el Premio Nobel de Literatura Octavio Paz en su libro Versiones y diversiones, “traducción y creación son operaciones gemelas”. Para el escritor mexicano, la traducción es un trabajo de industria verbal, donde la obra original es sólo un punto de partida en la creación de una nueva, bajo la premisa de un exquisito respeto, tanto estético como existencial, por el texto de partida. Es decir, el papel del traductor en la literatura –y, especialmente, en poesía– no es tan pasivo como cabría pensarse, sino que cuenta con una actividad fundamental que va más allá de transcribir palabra a palabra un texto. Más allá de alcanzar la “equivalencia perfecta” a la que hacía referencia el académico García Yebra al hablar de la traducción de textos científicos.

Y desde este punto de vista, la semana pasada visitó nuestra ciudad, de la mano de la Facultad de Poesía José Ángel Valente, el traductor Ramón Buenaventura. Buenaventura es un hombre de un físico contundente que a sus setenta y cinco años destila lucidez y genialidad. De pensamiento ágil y verbo punzante, realizó un bosquejo de sus más de cincuenta años en la traducción guiado por el diálogo con el profesor de la UAL –y director de la editorial universitaria–  Miguel Gallego Roca. Tiró de recuerdos, de anecdotario y de memoria para contar cómo ha discurrido la historia de la traducción poética en nuestro país y del papel en ésta de las editoriales Hiperión y Visor en las últimas décadas del Siglo XX, y humanizó, desde su experiencia, el papel de autores y editores.



Como otros muchos traductores, llegó a la profesión por pura casualidad, con un texto con el que había trabajado sin ninguna pretensión comercial ni preparación académica –sólo lo hizo porque hablaba francés–, y en su visita a nuestra Universidad defendió con flema que la suya no es una actividad mecánica.

La traducción de textos escritos, como es obvio, ocupa un espacio pequeño en la historia del hombre –no más de veinte siglos, y sólo el último de ellos de manera regular–. Y, probablemente, su recorrido futuro sea más corto aún. Pero la realidad es que, gracias al trabajo exquisito de gente como Ramón Buenaventura, muchos hemos podido leer y entender el universo literario de autores como Sylvia Plath o Rimbaud. Así que desde aquí mi reconocimiento y mi agradecimiento a su manera de entender su relación con la obra del otro.

martes, 24 de mayo de 2016

IMPERFECCIÓN Y BELLEZA


Me gusta esa parte del aire que le insufla el saxofonista a su instrumento y que no se convierte en música. Un aire insumiso. Un aire que se rebela contra su destino. Sé que para algunos esto puede ser el aviso de un problema: una mala embocadura, una forma incorrecta de atacar la boquilla… Pero a mí me gusta. La belleza de la imperfección. O, a lo mejor, es que lo que me gusta es el sonido del saxofón; sin más. Independientemente de la ejecución. El saxofón conjuga la sonoridad de la madera con la fuerza del metal. Y es la mezcla la que le da ese sonido tan característico y que ha sabido encontrar su sitio en determinada música popular como el jazz.

La semana pasada, gracias a las tardes poéticas de la Dulce Alianza, pudimos disfrutar de una agradable aleación entre poesía y música. La música la puso el saxo de Antonio González, mientras que la poesía corrió a cargo de la voz única de Andrés Neuman. El poeta, de imagen un tanto velazquiana –con la media melena caída con simetría y los ojos tan tímidos como tristones– hizo un repaso por su obra poética siguiendo el ritmo que le marcaba el instrumento.

A la música de Duke Ellington respondía Neuman con una serie de creaciones sobre los viajes. A la de Scott Hamilton, daba la réplica un bloque de poesía nocturna. E igual pasó con las interpretaciones de las obras de Toni Benet, Ella Fitzgerald o Ben Webster. El saxo trazaba la línea y sobre ella dibujaba paisajes el escritor.



Andrés Neuman no es un poeta al uso. Llegó a Granada a los trece años y aún se cuela por su voz el silbido meloso de su origen argentino. Igual compone aforismos que construye microrrelatos; lo mismo esboza ficciones noveladas que declama poesía. Narrador y poeta, se ha dicho de él que es un escritor “tocado por la gracia”.

En el sótano de la Dulce Alianza defendió que la poesía no fuera el postre, sino el pan, y planteó sus dudas sobre la lógica interna de los cuerpos de dos personas que comparten cama; sobre aquello que buscan los cuerpos cuando no saben qué están buscando. Pura declaración de intenciones. Porque, ¿qué es la poesía sino una continua búsqueda sin saber lo que se busca?

En el guiño chinesco de las sombras del local, Neuman se fue creciendo en un dulce recorrido por su obra. Seductor y brillante, el poeta diseccionó sin demasiado pudor el sentido de los versos mientras consumíamos la tarde. Otro acierto más de este ciclo que se ha consolidado tras un año de buena poesía. ¡Felicidades!

 

martes, 17 de mayo de 2016

LA OFICINA


Poeta de guardia es un programa estable de poesía, coordinado por Toño Jerez y cobijado por el paraguas underground de La Oficina. En él, los poemas se deshilachan en las noches de Almería desde hace casi cuatro años y la lista de artistas que han protagonizado alguna de estas sesiones van desde Felipe Zapico hasta Deborah Antón, pasando por los locales Juanma Gil, Raúl Quinto o Pilar Quirosa, entre muchos otros.

Y ha sido Julio Béjar el último en exponer su espectáculo centrado en la poesía, pero que no sólo se nutría de ella. Sucedió el pasado viernes, el mismo día en que Mariano Rajoy, a escasos metros del local de la Calle de Las Tiendas donde habita esta iniciativa cultural, paseaba para dar lustre –y un poco de caspa– a nuestra Feria del Libro. Pero La Oficina vivió de espaldas la solemne visita de nuestro presidente. Mientras la policía cortaba calles y los palmeros jaleaban cada paso de un risueño y afable Rajoy –la proximidad de las elecciones obliga a vestir de cercanía–, Julio Béjar y los suyos descargaban poemas, guitarras y cajones flamencos de su furgoneta.



Porque el poeta no vino solo. Víctor Guirado acompañó con sus acordes melódicos la música de la poesía, mientras que Daniel Ortega, armónica o cajón en mano, marcaba con discreción el compás o subrayaba las notas de cada verso. Una mezcla mágica. Una amalgama sencilla (como dice el propio Julio Béjar, la complejidad suele enmascarar a los mediocres). La suma de elementos puros orquestados por el perfecto maestro de ceremonias que resultó ser el poeta.

Luego, más de una hora en la que encontraron su espacio las bolsas, las mudanzas, los payasos e incluso un concejal de urbanismo. Pero por encima de todo, la poesía cedió su voz a la insatisfacción y a los perdedores –o a la insatisfacción de los perdedores…, aún no lo tengo claro–. Porque de ellos no hablará la historia, pero sí los poetas. Porque de ellos es el porvenir y porque para ellos es el himno que Julio Béjar les dedicó. Y todo encabezado por una poética inundada de preguntas. De porqués. De dudas que al final se diluyeron. Si no porque encontraron respuesta, sí porque nos hicieron entender que los poetas de lo que viven es de no encontrar soluciones.

La Oficina Producciones ocupa un espacio único en nuestra ciudad y tiene que seguir haciéndolo. En él conviven talleres, charlas, recitales y demás manifestaciones o actividades artísticas autogestionadas. La cultura almeriense le debe una a este espacio asociativo. Así que dejémoslo respirar. Y si no somos capaces de entender lo que hace, al menos no pongamos piedras en su camino.

martes, 10 de mayo de 2016

FUNAMBULISMO


La semana pasada, en el mismo momento en el que se presentaba la Feria del Libro de Almería, cuya nueva edición estamos a punto de estrenar, tenía lugar en la Universidad un acto en el que se exploraban –y se desbordaban– los límites de la poesía.

El éxito de la Feria del Libro se medirá, inevitablemente, con el mismo patrón que sirve para contabilizar la presencia de público a los diferentes actos organizados –hasta 60 en los cinco días que durará el evento–. De hecho, la nueva ubicación de la Feria, la Plaza de la Catedral, ha sido elegida por suponer un sitio de paso que, presumiblemente, facilitará la afluencia de público. Además del nuevo emplazamiento, la otra gran novedad de este año se centra en la persona elegida para coordinar esta cita con el mundo editorial: Manuel García Iborra, alguien de sobrada solvencia literaria que estoy seguro de que colocará a la Feria del Libro en el lugar que le corresponde.

Pero, como apuntaba más arriba, en paralelo a la presentación y en el campus de La Cañada, la joven poeta Ángela Segovia y el traductor y editor Antonio J. Rodríguez caminaban con pasos medidos sobre un fino alambre sostenido en uno de sus extremos por la poesía y en el otro por una amalgama de disciplinas artísticas que transitaban por un mundo infinito de imágenes y sonidos. Desde luego, una apuesta arriesgada. Puro funambulismo.
 
 

La poesía, como ejercicio de indagación, de búsqueda de las fronteras, siempre fue una experiencia para el disfrute de minorías. La más humilde de las hermanas. Si, además, la actividad la llevamos a nuestra anestesiada y periférica universidad, el resultado, en cuanto a asistencia de público se refiere, no podía ser distinto del que fue. Pero en este caso, la medida del éxito del encuentro con la poesía tiene que escapar de valoraciones maniqueístas. La Universidad tendría que dar cobijo al epicentro de todo ejercicio crítico intelectual, tendría que hospedar a movimientos culturales que cabalguen a contracorriente y tendría que arropar iniciativas que exploren las fronteras, las afueras y las vanguardias. Y en eso está la Facultad de Poesía José Ángel Valente.

Somos muchos los que venimos exigiendo que la Feria del Libro de Almería vuelva a convertirse en una cita obligada para la cultura almeriense, con un programa atractivo, variado y de calidad, un lugar físico permanente en nuestra ciudad y un espacio singular en el calendario. Y no me cabe la menor duda de que Manuel de Sintagma será el motor cuyo movimiento lo consiga. Aunque, del mismo modo, también somos más cada vez los que aplaudimos iniciativas minoritarias y arriesgadas. ¡Bravo!

 

martes, 3 de mayo de 2016

ERMITAÑOS


En estos días presenta la Junta de Andalucía a los meses de abril y mayo como los meses de las ferias del libro de nuestra comunidad. La primavera y el buen tiempo empujan a vivir esta celebración en la calle. Entre el 15 de abril y el 15 de mayo se celebrará la gran fiesta anual de los libros en las ocho provincias de nuestra comunidad. Y, precisamente, será la nuestra, la de Almería, la que cerrará este ciclo entre el 11 y el 15 de mayo en su nueva ubicación: la Plaza de la Catedral.

En estas fiestas se da el encuentro de los distintos actores que forman el elenco de esta gran compañía que es el mercado del libro: editores, libreros, lectores y autores. Se antoja imposible imaginar esta celebración sin la participación de alguno de ellos. Pero si hay un elemento de estos cuatro cuya presencia resulta fundamental para que se dé el éxito de cualquier feria del libro, ése es el escritor. El centro de gravedad lo ocupan actividades que cuentan con la presencia de éste. Presentaciones de libros, mesas redondas, charlas biográficas o talleres literarios convocan a novelistas y poetas conocidos o primerizos, locales o universales. Si ellos fallan, la celebración se deshilacha.

Por eso, el otro día, al escuchar el anuncio en el que el gobierno de nuestra comunidad autónoma nos invitaba a participar de esta fiesta de los libros pensé en esos autores ocultos, solitarios, raros, de gran fobia social, ermitaños e incluso, a veces, misántropos y anacoretas. Me refiero, sobre todo a los J. D. Salinger y Thomas Pynchon, pero también a los Juan Rulfo, Patrick Süskind, Cormac McCarthy, Haruki Murakami o Juan Carlos Onetti.

 
De una forma u otra, todos estos autores huyen o han huido de los focos y la atención del público y los medios de comunicación. Algunos, por una elección consecuente con su filosofía de vida y otros, quizá, como estrategia comercial. En algún caso, también, por incapacidad. La cuestión es que todos ellos han desarrollado cierta aversión a los actos públicos y a la difusión de cualquier dato de su biografía. Pero ello no les ha impedido que su obra sea ampliamente conocida y celebrada por el universo lector.

El guardián entre el centeno, Pedro Páramo, La Carretera o El Perfume salieron de sus mentes de escasa sociabilidad. De sus modos huraños. De las relaciones esquivas con el mundo. Y sin embargo, el circuito que une a estas obras con sus lectores no se ha quebrado. La mayoría de ellos nunca asistió a celebraciones de carácter literario, pero eso no produjo el desmoronamiento de la estructura que soporta al mercado editorial. A falta de ermitaños, nosotros tendremos feria y trataremos de vivirla con toda la intensidad que merece. Yo, al menos, lo haré.

 

martes, 26 de abril de 2016

DÍA DEL LIBRO


Aún conservamos en el paladar la embocadura del último día del libro. Como el ejército de Pancho Villa, escritores de distinto pelaje exponían como trofeos sus más recientes publicaciones en las mesas preparadas a modo de reclamo en las librerías y biblioteca de nuestra ciudad. Aunque en esto no somos originales. Con una suerte de localismo conmemorativo, la celebración guarda un tono similar en casi cualquier punto de la geografía nacional.

Y digo esto sin ninguna pretensión de desapego. Por lo general, me gusta el folclore. Defiendo la celebración popular de las costumbres de cada rincón. No entiendo el desarraigo de la tradición, siempre y cuando ésta no atente contra la dignidad de nadie. Y en este caso, resulta evidente que no es así. La celebración del día del libro es un claro motivo de festejo, independientemente de lo cerca o lo lejos que se viva el resto del tiempo del universo literario.



Este año, además, la celebración ha adquirido una magnitud mucho mayor al coincidir con el cuarto centenario de la muerte de Cervantes y Shakespeare. Aunque en realidad hoy tenemos la certeza de que ninguno de los dos murió el día 23 del mes de abril. El primero de ellos, el alcalaíno, falleció un día antes, el día 22, mientras que el británico sí que lo hizo el 23 de abril, pero del calendario juliano, que era el que regía en tierras anglosajonas y que se diferenciaba en once días del calendario gregoriano, usado por entonces en nuestro país. Pero esto es lo de menos. La aceptación popular de esta efeméride –impulsada por el marchamo oficial que le otorga la UNESCO– está por encima de lo que impondría el rigor de la historia y eso es lo que importa. Al menos para la industria editorial, los libreros y los mamporreros que cuadran las agendas políticas de nuestros dirigentes, que en esta fecha siempre sacan a relucir su erudición y su ferocidad lectora.

Pero, insisto, aplaudo con fervor cuasirreligioso todas las iniciativas por acercar a escritores y lectores en ésta o cualquier otra celebración. Creo, de verdad, que es importante que se lea para la formación integral de las personas. Decía Javier Marías en estos días que “escribir tiene algo de anómalo”. Seguramente sea así, pero no lo tiene el hecho de leer. Leer, como acto de interpretación y de conocimiento, es un impulso primitivo. Por eso, la amalgama literaria, los cruces antibiológicos de gustos creativos, las mesas expositoras con títulos discordantes y los excesos verbales de poetas y narradores están más que justificados. El día del libro fue un día festivo. Brindemos por ello.

 

martes, 19 de abril de 2016

PEROGRULLO


Hablando de fútbol, empatar es mejor que perder, y ganar es mejor que empatar. Es una obviedad, lo sé. Una perogrullada. Pero alguien tenía que decirla. Y fue el entrenador serbio Vujadin Boskov quien la inmortalizó y la grabó en la conciencia colectiva de este deporte. Por eso, aun a riesgo de ser acusado de simple, yo quiero hacer una afirmación de un carácter similar: un evento literario es mejor que ninguno, y dos es mejor que uno.

Ahora, dicho lo anterior, quizá cabría añadir que, si esos dos eventos van a tener lugar en una ciudad como Almería, en la que las actividades literarias no destacan por su abundancia, lo ideal sería que no coincidieran en fecha y hora. Porque eso fue lo que sucedió hace unos días. El jueves pasado, cualquier persona con el don de la ubicuidad, habría tenido la oportunidad de escuchar los poemas de dos autores distinguidos con el Premio Nacional de Poesía en nuestra ciudad.
 
 

Por un lado, el último galardonado, Luis Alberto de Cuenca, llenó con su poesía de línea clara el aire de la Dulce Alianza y sus tardes poéticas. El que además fuera Secretario de Estado de Cultura y director de la Biblioteca Nacional, reconoció disfrutar en un entorno como el que propiciaba la conjugación de los dulces, el café y los acordes de la guitarra de Enrique Peña para volver a los poemas de toda una vida. Poemas que parecían levantar el dedo índice para que su autor los alzara antes de devolverlos de nuevo al libro que recopila su obra de más de treinta años.

Y por otro lado, la Facultad de Poesía José Ángel Valente concentró la sensibilidad de los poemas de Olvido García Valdés en el Museo de la Guitarra. La poeta asturiana, menos mediática y con menos raíces agarradas a nuestra salobre tierra, tuvo un menor poder de convocatoria, aunque la calidad de su obra se nivela con la del autor madrileño.

En cualquier caso, no me cabe la menor duda de que los amantes de la poesía hubieran preferido no tener que elegir. Sé que la coincidencia de ambos actos es sólo el mal producto del azar. Y también me consta que se están dando los pasos adecuados –por iniciativas particulares– para que no se vuelva a dar una situación igual. Lo que me pregunto es si no debiera existir un área, un departamento o un despacho en cualquier ente público que vele por que esto no pase. Alguien que capitalice la responsabilidad y que se encargue de la gestión y la coordinación de los actos culturales que tienen lugar en nuestra ciudad. O a lo mejor sí que existe. A lo mejor es que solamente estaba descansando de su trabajo tras la Semana Santa, a la espera de que llegue la Feria.

 

martes, 12 de abril de 2016

MALDITO


El malditismo fue un movimiento literario que surgió en Francia a finales del Siglo XIX centrado en el mundo de la poesía, que se llenó de simbolismo. Su filosofía era la de romper con las reglas de la época y lo hizo con un lirismo oscuro y decadente, que trataba de reflejar –al tiempo que criticar– la vida política, cultural y social de ese momento. En la poesía maldita, el mal pasaba a formar un lugar predominante de la naturaleza humana y los versos se cargaban de pesimismo, oscuridad, símbolos y reprobaciones. Y fueron Baudelaire y, sobre todo, Rimbaud los máximos exponentes de este movimiento literario.

Pero el paso del tiempo ha colgado el cartel de maldito a cualquier artista, independiente del arte para el que cuente con su talento, que se opone al canon social, artístico y estético del momento que le toca vivir. Aunque también es cierto que ha sido la literatura del Siglo XX la que más elementos ha sumado al malditismo. Y es fácil reconocer ingredientes comunes a tipos tan variopintos como Henry Miller, Charles Bukowski o Leopoldo María Panero que los recluta y alinea con la definición que los clasifica. Alcohol, autodestrucción, identificación con el condenado, vida intensa y apología del perdedor. Son sólo algunas de las particularidades que definen a estos y otros malditos.

Otra característica común a todos los escritores referidos hasta este punto es que ninguno de ellos se encuentra vivo en la actualidad. Hay quien defiende que el malditismo ha muerto, al menos en el ámbito literario, y que ser un verdadero maldito pasa, hoy en día, por no publicar absolutamente nada. El silencio frente al tremendo ruido de la comunicación. La desidia, la pereza y la insumisión frente a la literatura. Pero no tiene por qué ser así necesariamente. Siguen existiendo malditos. Escritores ácratas. Rupturistas. Secesionistas de la poesía. Pendencieros irredentos de los corsés literarios.


 
Y de entre todos los vivos, quizá el escritor que mejor defina al malditismo es Michel Houellebecq. De origen francés, como el propio movimiento, el autor de Las partículas elementales (publicada en español por Editorial Anagrama en 1999), no deja indiferente a nadie. Irreverente, incorrecto, ateo y particularmente islamófobo, es tan adorado por los que lo defienden como odiado por los que lo atacan.

Sátiro, polémico y canalla, Houllebecq encontró en Almería –donde reside la mayor parte del años– el lugar perfecto para escribir. De los españoles dice que destilamos cierto anclaje a nuestro pasado más rancio. Pero eso es precisamente lo que le atrae. El campo narrativo que genera nuestro modo de vida. Nuestro desierto. Nuestra vasta inacción. Nuestra extravagancia. Por eso, escogió España. Y quizá por eso escogió Almería.

 

martes, 5 de abril de 2016

EL CAMINO


De bigote handlebar, con las puntas tenuemente adelgazadas y sin enroscar, mentón afilado y cabeza afeitada hasta ese lugar fronterizo que marcan las patillas, la imagen del escritor Jesús Carrasco no pasa desapercibida. Y si en determinadas ocasiones la figura que presentamos de nosotros mismos a los demás es el fruto de un algoritmo que escapa a nuestra intención, en el caso de un redactor publicitario –conocedor de las reglas de la mercadotecnia– el azar juega sólo un papel sutil.

El autor de Intemperie (Seix Barral, 2013), novela que le reportó un éxito contundente, que ha sido traducida a veinte idiomas y cuyos derechos de explotación cinematográfica ya han sido adquiridos por una productora, pasó la semana pasada por nuestra ciudad, de la mano del Centro Andaluz de las Letras y con la escritora Mar de los Ríos ejerciendo de anfitriona para presentar su segunda novela, La tierra que pisamos (Seix Barral, 2016).
 
 

Intemperie fue vista por la crítica como un navajazo al panorama literario del momento. Un impacto certero subyugular. Y tengo que reconocer que me sorprendió la ardorosa acogida que tuvo. No tanto por la calidad de la obra, que está fuera de toda duda, sino por descubrir lo necesitada que se encontraba nuestra literatura de una voz que sorprendía por su mirada a lo rural. El registro bucólico de la obra, deliberadamente alejado de lo cosmopolita, recuerda a autores y novelas de hace varias décadas. Por ese motivo, Jesús Carrasco no tardó en recibir el marchamo de neorruralista. Es cierto que las comparaciones –sobre todo con Delibes y con Cormac McCarthy– dan lustre a la biografía del escritor, pero no es menos cierto que su obra y su verbo ágil no lo necesitaba.

En cualquier caso, con esta segunda novela, Jesús Carrasco continúa alimentando a los que depositaron las etiquetas en torno a su literatura. De nuevo el medio rural se erige en protagonista y el lenguaje, en gentil homenaje al léxico de un espacio y un tiempo mal definidos a propósito. Pero la calidad de su literatura nos hace pensar que la obra de este autor tiene que dar para mucho más de sí. Él amenaza con escribir novelas que no fondeen en lo rural. Y nosotros, los que esperamos que crezca abarcando otros territorios literarios, confiamos en que cumpla su advertencia más pronto que tarde.

El final de la presentación de La tierra que pisamos se diluyó de manera sutil entre conversaciones informales con el autor. La pequeña sala de la Biblioteca Villaespesa se presta al intimismo y al contacto que exige una obra como ésta. También en esas distancias Jesús Carrasco cumplió con las exigencias. Ahora sólo falta esperar a descubrir el camino que escoge.

 

martes, 15 de marzo de 2016

APUESTA


A lo largo del año pasado, se publicaron en Almería 1.300 libros, lo que coloca a nuestra provincia a la cabeza en lo que a edición literaria se refiere en Andalucía. Según datos de la Consejería de Cultura, en Almería se publica tanto, por ejemplo, como en Granada y Córdoba juntas. Estas cifras deberían llenarnos de alegría. Una sencilla asociación de ideas tendría que empujarnos a inferir que, si somos los que más libros lanzamos al mercado, probablemente también seamos los que más leemos…

A esto hay que sumar que en los últimos años se han abierto en la capital almeriense librerías como Bibabuk o The Good Dragons. Todo ello nos impulsa a ser optimista. El mercado del libro funciona en nuestra ciudad. Pero sospecho que detrás de todos estos datos –objetivos– la verdad sólo asoma a medias.  Un vistazo somero al mercado y el análisis de la realidad de un mundo sumamente cambiante como es el mundo editorial en el siglo XXI, probablemente nos devolvería a la realidad con suma crudeza y objetividad.
 
 

Pero no es el momento de que la realidad nos amargue el día. Hoy no. Hoy aún guardamos en las papilas gustativas el regusto dulce de la gala celebrada el pasado fin de semana con motivo de la entrega de los Premios Argaria, convocada por el Gremio de Libreros de Almería como reconocimiento a los libros de autores almerienses, de nacimiento o de adopción, más destacados el año pasado.

Entre los galardonados estaban narradores como Bruno Nievas –que ha conseguido hacerse un hueco en un sello tan notable como Ediciones B– o Fernando Martínez –que a golpe de premio literario ha logrado el reconocimiento que le ha valido publicar con la Editorial Algaida–. También se encontraban en la nómina de premiados otros autores como Juan José Ceba, Pepe Criado, Toño Jerez o Sensi Falán, bregadores infatigables por mantener viva la cultura almeriense.

La lucha de formato entre el papel y el digital comenzó hace tiempo, pero sigue viva. Los más agoreros aventuraban que a estas alturas el libro como objeto pertenecería a los museos. Pero no es así. El papel resiste. El formato electrónico gana posiciones, pero no al ritmo que tuvo hace unos años. Y para remar contra la corriente más pesimista, las editoriales almerienses se lanzan a publicar de manera continuada unos veinticinco libros cada semana. En determinadas cuestiones políticas y sociales parecemos avanzar a contrapié. Pero estoy seguro de que en literatura no es así. Estoy convencido de que libreros, editores y lectores no hacen sino responder a la necesidad real de apostar por la literatura. ¿No…?

 

martes, 8 de marzo de 2016

SENTIMIENTO


Si hay una palabra que defina por sí sola lo que es el flamenco, ésa es sentimiento. Por eso, que un libro de poesía donde el sentimiento se desliza entre verso y verso con la profundidad de un quejío se presente en una peña flamenca es sólo una maravillosa cuestión de coherencia. Si además esos poemas se llenan de una desnuda profundidad y un desgarro sencillo, la ecuación sólo podía entenderse en un entorno como el de la cueva que muerde la piedra de la Peña el Morato.

Y eso es lo que sucedió la semana pasada cuando Blanco roto, el último poemario de Aníbal García, comenzó a ser desgajado por su autor sobre la madera gastada del tablao flamenco. Los versos, que se desplazan de forma cotidiana por la vida de su autor, llenaron el aire de una sensibilidad sin excesos y una belleza rotunda. Y la luz un tanto tímida del interior de la peña, acostumbrada al lamento y la emotividad flamenca, se llenó de silencio para escuchar al poeta.

La edición corre a cargo de un sello editorial independiente, Raspabook, decididamente implicado con la literatura. Y el resultado, como no podía ser de otro modo, es un libro cuidado y bello donde la poesía se convierte en el horizonte de un pasado reciente lleno de luz.
 
 

A su lado, el murmullo de una guitarra. Las notas arrancadas a las cuerdas por Lumaga tienen el sabor de lo callejero. Suenan al rumor tranquilo de lo cotidiano en el atardecer del centro de la ciudad, con la funda del instrumento, como el perfil de un cadáver, esperando el reconocimiento. Luis Martínez es voz y desnudo. Intimismo de tiempo medio. Es música que huye de fuegos artificiales para mostrar la vida tal y como es.

A cada serie de poemas, la música replicaba dócil. Complacida. Cada giro de una vida tenía su imagen en la vida del otro. Porque música y poesía son experiencia.

Luis y Aníbal, Aníbal y Luis, mezclaron vivencias tangenciales con registros distintos. Anudaron experiencias con voz y guitarra. Como si la garganta y la madera formaran parte del mismo cuerpo, o como si el tiempo hubiera hilvanado dos momentos que hace mucho que existieron. Luego, de camino a casa, y con la convicción de que al final uno termina convirtiéndose en lo que escribe, el recuerdo de algunos acordes terminaba de poner la música a los versos del poeta.

 
 

martes, 23 de febrero de 2016

CIENCIA Y LITERATURA


Es muy fácil colocar a la ciencia y a la literatura en mundos distintos. Lo hacemos constantemente. Tenemos asumido que para lograr un fondo de eso que llaman “cultura general” es imprescindible poseer vastos conocimientos literarios y, sin embargo, actuamos con notable benevolencia frente al que demuestra su ineptitud en los más elementales conceptos científicos. Parece que ambos actúan en universos que se ignoran. Y esa diferencia radica en el papel que estas dos disciplinas conceden a la herramienta de la que se sirven: el lenguaje. Mientras que la literatura encuentra su sentido de ser en él, la ciencia lo utiliza simplemente con un mal necesario para describir el mundo.

Pero esto no siempre es así. Existen casos en los que ciencia y literatura se ponen al servicio de un mismo objetivo y consiguen que el producto creativo se alimente por igual del uno y de la otra. El primer caso lo encontramos en escritores sin formación científica que escriben de ciencia. Y es así, por ejemplo, en libros como El nombre de la rosa (de Umberto Eco) o Las partículas elementales (de Michel Houellebecq), que hablan de la ciencia medieval o de la investigación en el campo de la genética. Pero también es el caso de escritores como Julio Verne, Borges o Aldous Huxley, que se tomaron ciertas licencias literarias para hacer ficción e incluso “adivinar” la llegada de elementos tecnológicos futuribles como el submarino.
 
 

El siguiente caso lo encontramos en escritores con formación científica que se han atrevido con la ficción literaria con un trasfondo científico. Entre estos escritores podemos destacar a Isaac Asimov, Michael Crichton, Carl Sagan o Arthur C. Clarke, cuyas obras tienen un indudable valor creativo.

Y por último están los escritores con formación científica, pero que en sus obras han abogado por explorar otros mundos. Entre ellos están, por ejemplo, Juan Benet (ingeniero), Pío Baroja (médico) o Ernesto Sábato (físico). De la mente de estos científicos han salido obras como El árbol de la ciencia, Sobre héroes y tumbas o Volverás a Región. Pero en este grupo también encontramos a científicos que han escrito poesía con verdadero acierto. Entre ellos se encuentran Erwin Schrödinger (Premio Nobel de Física) o los españoles Francisco García Olmedo o Jorge Riechman.

La integración de la ciencia en nuestra sociedad, como parte de la cultura, es aún una tarea pendiente. Y una parte importante de esa tarea corresponde a la literatura. Ambas, ciencia y literatura, tendrán que recorrer el camino juntas. Porque, como escribió Edgar Allan Poe, “¡Oh Ciencia!, tú eres la verdadera hija del viejo tiempo”, y éste constituye uno de los pilares básicos sobre los que se asienta la literatura.

 

 
 

miércoles, 17 de febrero de 2016

POESÍA Y FILOSOFÍA


La facultad de poesía José Ángel Valente ha abierto sus puertas. Con el alma del poeta paseando por sus ficticios pasillos, el susurro de sus poemas colándose por los huecos de las ventanas –como este viento mediterráneo- y sus aulas quiméricas repletas del entusiasmo del primer día de curso, el acto inaugural bautizó de poemas este proyecto. El espacio elegido para dar cuerpo a la puesta de largo fue el Centro Andaluz de la Fotografía –CAF– y entre los asistentes, Carlos Pérez Siquier, que parecía velar por la perfecta comunión entre los poemas y las imágenes de Antoni Arissa.

Raúl Quinto hizo de maestro de ceremonias con Isabel Giménez Caro limando sus uñas a base de nervios desde la primera fila. Y Chantal Maillard ejerciendo su magisterio –en el sentido etimológico de la palabra: máxima autoridad– ante un aforo entregado y repleto. El fotógrafo Pablo Juliá –director del CAF– la presentó como una niña que no deja de preguntarse por qué. Y ella, por no contradecirlo, correspondió con un gesto infantil escondido detrás de media sonrisa que quería encerrar el misterio de la inocencia. Luego, la poeta leyó algunas de sus creaciones con las eses belgas de su acento resbalando entre los renglones de los poemas.


Alternaba silencios precisos y versos afilados, con los dibujos de David Escalona. Dibujos que dialogan con el espacio donde mueren los pájaros. Dibujos que ponían el acento en la voz pausada de Chantal. Dibujos que plantean tantas preguntas como respuestas. Dibujos de trazos metafóricos, de dedos, de manos, de hilos y de líneas que unen universos alojados en distintos planos.

La poeta sujetaba las palabras con su mano izquierda mientras que con la derecha marcaba el ritmo de su lectura. Un ritmo calmado y reflexivo para una poesía íntima que coqueteaba con las fotografías en blanco y negro de la segunda planta. Poesía con la voz un poco gastada, como esas mismas imágenes, por el tiempo y la experiencia.

A Chantal Maillard le ha sido concedido el Premio Nacional de Poesía y el de la Crítica por dos obras –Matar a Platón (Tusquets, 2004) e Hilos (Tusquets, 2007), respectivamente– en las que la poesía y la filosofía se muestran cada una como el reflejo en el cristal de la otra y se reconocen desnudas, despojadas de seguridad, para entender sus fracasos. Porque seguir escribiendo y seguir preguntándose por qué son el resultado de un fracaso. Pero la filosofía y la poesía también dialogan en la obra de esta autora para darse sentido mutuamente, poniendo el acento una en lo singular –la poesía– y la otra en lo universal –la filosofía–.

 

martes, 9 de febrero de 2016

BODAS DE SANGRE


Los campos de Níjar son un terreno árido. Un paisaje lunar en el que la vida se termina abriendo paso a fuerza de un enorme sacrificio y de una gran dosis de sobriedad. El desarrollo presente ha conseguido amansar su fiereza, pero asomarse al retrovisor nos permite imaginar la dureza pretérita de esa tierra despiadada. Así que propongo un viaje hasta el verano de 1928 para imaginar el contexto en el que una boda tiene que celebrarse a las tres de la madrugada y los invitados tienen que hacer el viaje de noche para no sucumbir al rigor del sol. Si la historia la sazonamos con un enlace concertado, una huida hacia ninguna parte y la muerte haciendo justicia a la traición, el escenario literario que la realidad brindaba resultaba inmejorable.
Eso fue lo que debió de pensar Federico García Lorca cuando en aquellos días leyó en la prensa la historia trágica que había tenido lugar en el entorno del Cortijo del Fraile. Así que dejó que el relato reposara el tiempo necesario y cinco años después se estrenó Bodas de Sangre, inspirada en los hechos sucedidos en el levante de nuestra provincia. Unos años antes, la reivindicativa y feminista Carmen de Burgos ya había publicado otro libro inspirado en los mismos hechos, Puñal de Claveles, pero fue la obra del autor granadino la que dio carácter universal a la tragedia nijareña.
 
 
 
En estos días el cine vuelve a poner sobre el mantel de la actualidad lo sucedido en aquella calurosa madrugada de julio. Se trata de la película La Novia, dirigida por Paula Ortiz y con Inma Cuesta dando vida a la protagonista. La obra llevada al cine ha tomado más elementos de la obra lorquiana que de la realidad, pero eso es lo de menos. Licencias de la ficción. Lo importante es que el marchamo de “tierra de cine” vuelve a colgar del acento de nuestra provincia.
En la actualidad el Cortijo del Fraile cuenta con la declaración de Bien de Interés Cultural, pero eso no impide que se esté cayendo a pedazos. El ruinoso estado en el que se encuentra debería ser motivo de vergüenza tanto para los propietarios –la empresa Agrícola Mar Menor–, como para los políticos locales y autonómicos, acostumbrados como están a regatear esfuerzos con la cultura. Recientemente se han realizado trabajos para reforzar la fachada y la torre de la capilla, pero tengo la impresión de que no existe una intención real de colocar a este lugar en el sitio que debería ocupar. No es un secreto que los pueblos que crecen sin el respeto por su cultura terminan perdiendo su identidad y sus valores, y son ya demasiadas las oportunidades vencidas. Espero que en esta ocasión no hayamos consumido todo el crédito que el tiempo nos ha concedido y que verdaderamente exista voluntad de enmienda.

martes, 2 de febrero de 2016

MAR AZUL


El cielo mediterráneo, de luz incisiva y viva, se mostraba intensamente azulado en aquella mañana de invierno. Pero de repente, una inmensa bola de fuego se dibujó en lo alto. Un bombardero estadounidense B52 acababa de tener un accidente en pleno vuelo mientras realizaba una maniobra de llenado de combustible con su correspondiente avión nodriza. Ocurrió hace cincuenta años y marcó, indeleblemente, una fecha en la historia de un pueblo almeriense. Era el inicio de un tiempo nuevo para Palomares. Pero también fue el inicio de la ficción que el escritor Fernando Martínez López construyó en torno al accidente.

El libro al que me refiero se llama El mar sigue siendo azul (Editorial Baile del Sol, 2011) y en él su autor traza y anuda con maestría varias historias de amor, odio y venganza, en torno al desafortunado suceso. Todo ello sobre el esqueleto que conforma la vida de Pedro, cuyo primer grito vital se vio ahogado por el sonido del accidente, y la bélica relación entre un circunstancial habitante de Palomares de origen alemán y un estadounidense encargado de supervisar las oscuras tareas que se desarrollaron sobre el terreno. Porque Fernando Martínez es un fabricante de historias. Un artesano narrador con mucho tino, avalado por docenas de premios y menciones literarias.


 
En estos días se cumple el aniversario del incidente de Palomares y eso ha rescatado a esta gran novela de personajes literariamente cuidados y trama tejida con esmero, pero han transcurrido cinco años desde que viera la luz por primera vez y desde entonces Fernando Martínez no ha dejado de madurar como escritor y de cosechar éxitos. El último de ellos –y, probablemente, el que mayor reconocimiento le ha reportado– se lo debe a su novela Tu nombre con tinta de café (Editorial Algaida, 2014), ganadora del prestigioso Premio Felipe Trigo y que le valió a su autor estar nominado al Premio Andalucía de la Crítica junto a escritores de la talla de Antonio Muñoz Molina o Luís García Montero.

Fernando Martínez nació en Jaén, pero vive en Almería desde su temprana infancia. En la actualidad es un profesor de Física y Química de trato cortés, aire bohemio y conversación amena, enamorado de la literatura y del Parque Natural de Cabo de Gata. Sus muchos relatos y sus ocho novelas publicadas nos hablan de un escritor disciplinado, que cuida la narración hasta el último detalle y que no se confía al azar. De un hombre que disfruta de lo que hace y de la relación que su literatura le permite con los lectores. De alguien que no deja que los premios nublen el camino y tremendamente consciente de que, a pesar de todo, el mar sigue siendo azul.
 
 
 

martes, 26 de enero de 2016

DULCE POESÍA


Las dulces tardes poéticas llegaron para quedarse. En una tierra árida como la nuestra, donde a la poesía siempre le costó enraizar –no olvidemos que el propio Valente la prefirió frente a Málaga por considerar a nuestra vecina andaluza una “tierra de poetas”–, que iniciativas como la de Aníbal García consigan hacerse imprescindibles es una buena noticia.

Aún no se ha cumplido un año desde su nacimiento, pero en este tiempo han sabido encontrar su hueco en el paisaje literario de nuestra ciudad. Entre el rumor de conversaciones, el silbido de cafeteras, el dictado de los servicios y el olor a cacao, la poesía se cuela colmada de sentimientos, vivencias y silencios. De palabras, confesiones e intimismo. Porque cuando la luz se apaga y el murmullo de lo cotidiano se hace a un lado, la poesía y sus maneras se adueñan del local.


Fotografía de Pablo Barroso

La última de estas dulces tardes poéticas contó con la voz del poeta y profesor Eloy Sánchez Rosillo –Premio Adonais en 1977 y Premio Nacional de la Crítica en 2005–. La suya es una poesía de la naturaleza. Porque la poesía es emoción y experiencia, y él nace una y otra vez, como sus poemas, de lo vivido y de su propio universo, alimentándose de sí mismo y de sus vivencias. Se aleja de lo urbano, más por inercia que por intención. Porque él encuentra su propia voz en el silbo canoro del estornino o en el disimulado cauce de un río sinuoso. En la luz que se escabulle entre las ramas y en el aire afilado de algún otoño lejano.

Otro acierto de Aníbal García para estas tardes poéticas consiste en acompañar la lectura de los poemas de música. En esta ocasión fue Salvador Esteve el encargado de intercalar los acordes de su violín en la voz de Sánchez Rosillo, amalgamando poemas y notas con tanta habilidad como acierto.

Así consumimos la tarde, dejándonos arrastrar por el juego melódico que músico y poeta nos proponían con absoluta naturalidad. Metáforas en clave de Sol y cuerdas, madera y tinta para componer una atmósfera de fascinación. De manera que los asistentes no pudimos sino dejar que la magia nos envolviera y nos arrastrara, como un oleaje salvaje y lírico.

Y para no dejar que la actividad se termine diluyendo en el tiempo y la memoria, como todo lo inmaterial, las tardes poéticas se han inventado la posibilidad de llevarte a casa una plaquette firmada por el autor. Un resumen del buen gusto y la exquisitez. Hasta su nombre –recordando el paladar y los pasos quizá proféticos de José Ángel por aquel mismo lugar–, Santa Paula, evoca el sabor dulce de estas tardes, a las que me permito augurarle un futuro largo y exitoso.