Defendía
Fernando Fernán Gómez en el título de una de sus obras que Las bicicletas son para el verano. Y en el desarrollo de la trama,
uno de los protagonistas se lamenta diciendo que “sabe Dios cuándo habrá otro verano”.
Éste lo decía en sentido figurado. En realidad, lo que le preocupaba era saber
cuándo recuperaría la paz social esa España de posguerra en la que se
desarrolla la acción. Porque era consciente de que el verano terminaría
llegando. El de verdad. El climatológico.
En Almería,
la llegada del verano no viene determinada por ese suceso astronómico conocido
como solsticio y que tiene que ver con la inclinación del planeta, con la
posición del sol en el cielo y con la duración de los días. En Almería, la llegada
del verano se produce la noche de San Juan, un par de días después de que quede
establecido por la situación de los cuerpos celeste. Se encienden hogueras que
pretenden prolongar el calor de un sol que acaba de empezar a reducir su
espacio en las calurosas tardes estivales y se alude al carácter purificador
del fuego para justificar que se reduzcan a cenizas docenas de palets, los
restos de muebles desvencijados, libros de páginas amarillentas y apuntes de
dudoso valor intelectual. Hace varios siglos que la fiesta cristianizó una
celebración pagana cuyos ritos conducían a la limpieza del alma a través de los
símbolos de la nueva estación: el agua y el fuego. Hoy, todo eso ha adquirido
un carácter mucho más terrenal y la música y el alcohol son los elementos que
centran la bienvenida al verano.
En
cualquier caso, tanto antes como ahora, la nueva estación acepta su ciclo y
trae de la mano toda una legión de señales y de rituales que repetimos con
aceptación monástica. Unos los disfrutamos, mientras que otros, sencillamente,
los asumimos. Asumimos la composición del sonido del oleaje, el graznido de las
gaviotas y los gritos de la muchedumbre. Asumimos el desorden, la flexibilidad
de las exigencias vitales y la huida de la monotonía. Asumimos el calor y la
espesura del aire. Y quizás lo asumamos todo porque a cambio dejamos que la
literatura ocupe un espacio que el resto del año le negamos. Permitimos que otras
vidas se cuelen en la nuestra. Bajamos la guardia para llenarnos de ellas.
Porque
también los libros son para el verano. Los libros que hemos ido amontonando
junto a la lamparita, o acumulando en la lista de deberes, recuperan nuestra
atención. Como cualquiera, desde su destierro, sólo exigen un poco de tiempo. A
cambio, la capacidad de hacer más llevadero un nuevo verano. Con su fuego, con
su viento y con su sal.
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