martes, 5 de julio de 2016

VERANO


Defendía Fernando Fernán Gómez en el título de una de sus obras que Las bicicletas son para el verano. Y en el desarrollo de la trama, uno de los protagonistas se lamenta diciendo que “sabe Dios cuándo habrá otro verano”. Éste lo decía en sentido figurado. En realidad, lo que le preocupaba era saber cuándo recuperaría la paz social esa España de posguerra en la que se desarrolla la acción. Porque era consciente de que el verano terminaría llegando. El de verdad. El climatológico.

En Almería, la llegada del verano no viene determinada por ese suceso astronómico conocido como solsticio y que tiene que ver con la inclinación del planeta, con la posición del sol en el cielo y con la duración de los días. En Almería, la llegada del verano se produce la noche de San Juan, un par de días después de que quede establecido por la situación de los cuerpos celeste. Se encienden hogueras que pretenden prolongar el calor de un sol que acaba de empezar a reducir su espacio en las calurosas tardes estivales y se alude al carácter purificador del fuego para justificar que se reduzcan a cenizas docenas de palets, los restos de muebles desvencijados, libros de páginas amarillentas y apuntes de dudoso valor intelectual. Hace varios siglos que la fiesta cristianizó una celebración pagana cuyos ritos conducían a la limpieza del alma a través de los símbolos de la nueva estación: el agua y el fuego. Hoy, todo eso ha adquirido un carácter mucho más terrenal y la música y el alcohol son los elementos que centran la bienvenida al verano.
 
 

En cualquier caso, tanto antes como ahora, la nueva estación acepta su ciclo y trae de la mano toda una legión de señales y de rituales que repetimos con aceptación monástica. Unos los disfrutamos, mientras que otros, sencillamente, los asumimos. Asumimos la composición del sonido del oleaje, el graznido de las gaviotas y los gritos de la muchedumbre. Asumimos el desorden, la flexibilidad de las exigencias vitales y la huida de la monotonía. Asumimos el calor y la espesura del aire. Y quizás lo asumamos todo porque a cambio dejamos que la literatura ocupe un espacio que el resto del año le negamos. Permitimos que otras vidas se cuelen en la nuestra. Bajamos la guardia para llenarnos de ellas.

Porque también los libros son para el verano. Los libros que hemos ido amontonando junto a la lamparita, o acumulando en la lista de deberes, recuperan nuestra atención. Como cualquiera, desde su destierro, sólo exigen un poco de tiempo. A cambio, la capacidad de hacer más llevadero un nuevo verano. Con su fuego, con su viento y con su sal.

 

martes, 21 de junio de 2016

GARCÍA CASADO


Para los que nos acercamos a la poesía en el cambio de siglo con las ganas de renovación que nos concedía nuestra juventud, Pablo García Casado (Córdoba, 1972) llegó con el alboroto de las mudanzas. Esto, a su manera, lo dijo Raúl Quinto la semana pasada, cuando lo presentó en la última actividad de la Facultad de Poesía José Ángel Valente hasta después del verano, pero yo llevaba varios días con la idea en la cabeza. Y es que en el año 1997 Pablo García Casado ganó el Premio Ojo Crítico de RNE con su primer poemario, Las afueras, y su descubrimiento fue catártico para mí.

Las afueras fue publicada en una por entonces jovencísima –y hoy tristemente desaparecida– editorial: DVD. Un sello arriesgado para un libro que desfilaba por un camino aún sin explorar en la poesía española, el del realismo sucio. Y el resultado no pudo ser mejor. Las afueras tardó muy poco en convertirse en una referencia en la que sorprendió, sobre todo, el uso de un lenguaje que transita las fronteras de lo que se consideraba poético y lo que no.
 
 

Pablo García Casado reconoció sentirse cómodo en Almería. Y se le notaba. Recordó, con la complacencia de saberse en otro momento vital y con una sonrisa, la primera vez que visitó nuestra ciudad, con apenas una mochila en su espalda. También se le notaba la complicidad con Raún Quinto y su agradecimiento a la Facultad de Poesía por contar con él. Y él le correspondió. García Casado se sacó un libro viejo de la manga y blandió al aire sus hojas amarillentas. Luego lo abrió por una página que había marcado y leyó El hombre santo reunió a sus palomas, de Valente. No fue la única referencia al etéreo anfitrión de la jornada. También habló de la desnudez de su poesía y de cómo ésta encuentra su proyección en el paisaje árido y montañoso de nuestra provincia.

Después hizo un repaso cronológico por los poemarios que sucedieron a su primer libro. Luis Antonio de Villena dijo alguna vez que el problema de debutar con Las afueras era lograr sobrevivir a él. Pero García Casado lo consiguió. Como también sobrevivió a la desaparición de DVD. Para entonces, el poeta se había asentado en el agitado panorama poético nacional y, como consecuencia, sus dos últimos libros han visto la luz en un sello de gran tradición como es Visor. Pero esto no ha restado frescura ni vanguardia a sus creaciones. Pablo García Casado no se esconde. En su último libro, García (Visor, 2015), vuelve a mostrarse como es. A mostrar lo que piensa. A dar su visión de lo que somos como país. A contarnos que para él, ser español es, entre otras cosas, amar, pagar y vivir. Y dejar vivir. Así que aplícate el cuento.

 

martes, 14 de junio de 2016

FOTOGRAFÍA


Si preguntáramos a distintos escritores qué provocó la creación de una obra determinada, seguramente encontraríamos tantas respuestas como creaciones. Una experiencia propia o lejana, la lectura de un pasaje de la historia o el fragmento de una canción. Las raíces del proceso creativo se agarran a casi cualquier tipo de terreno. Pero tengo que reconocer que cuando el pasado jueves, la poeta Aurora Luque dedicó la lectura de uno de sus poemas a Carlos Pérez Siquier –por haber servido una de sus fotografías como inspiración para el nacimiento de ese poema– disfruté de la coincidencia de estar sentado en la silla contigua a la del genial fotógrafo almeriense.

El evento que provocó este sencillo homenaje fue la nueva edición de una tarde poética en la Dulce Alianza. En los bajos de la pastelería, Pérez Siquier recogió la dedicatoria con un gesto modesto y sin ningún aspaviento. Se merendaba un Santa Paula, a cucharadas pequeñas y placenteras, mientras la música de la guitarra del joven Antonio García Quero se intercalaba con los versos de Aurora Luque. Yo observaba al fotógrafo a hurtadillas, y trataba de buscar el encuandre de su mirada. El enfoque de cada imagen. Porque el buen fotógrafo es aquel que tiene la sensibilidad de arrancarle a la realidad un fragmento extraordinario. El que toma lo cotidiano y lo disfraza con su sentimiento. Como decía Susan Sontag, “no es la mirada misma, sino la forma de mirar”. Por eso yo dirigía la mía allá donde él posaba la suya
 
 

Perez Siquier es un fotógrafo imprescindible. Un personaje que hizo visible a Almería en un tiempo en el que el desierto se extendía no sólo como el territorio arenoso que cubre una parte de nuestra provincia. Se unió a la Agrupación Fotográfica Almeriense cuando era un jovencísimo empleado de banca, y en apenas unos años la transformó en una referencia cultural que escapó de nuestras fronteras. Tal fue la metamorfosis que vivió aquel grupo que encabezó, que fue invitado a participar es una exposición colectiva en el MOMA neoyorquino para gozo de nuestra historia local.

Su fotografía es una búsqueda continua de la autenticidad. Una fotografía que se limita a conceder el protagonismo a lo que pasa detrás de la cámara. Y eso fue lo que le llevó a acercarse a la humildad de un barrio como la chanca y al humanismo que destilaba la vida allí. Quizá, de alguna forma, como la poesía. Quizá, de alguna manera, Aurora Luque veía en aquella fotografía al ojo que miraba y a la mirada del fotógrafo. A su alma. Quizá.

 

martes, 7 de junio de 2016

SIGLO DE ORO


Lo que pasa en la cocina bien lo sabe el que fue cocinero antes que fraile. Al menos eso dicta nuestro genuino refranero. Pero, ¿y el que fue profesor de literatura antes que Papa? Pues también. También sabe lo que se cocina en las aulas donde se forma y se educa. Y es que el mes pasado el Papa Francisco recibió en audiencia privada al director del Instituto Cervantes –Víctor García de la Concha–, al director de la Real Academia Española de la Lengua –Darío Villanueva– y al director de la Biblioteca Clásica de la Academia –Francisco Rico–, y en el contexto de esa reunión les contó que él tuvo que ejercer como profesor en Buenos Aires, impartiendo clases de literatura. Y me resultó curioso que narrara cómo a los alumnos les costaba leer el Quijote mientras que mostraban sus preferencias por La Celestina, por ser más “picante”. Me resultó curioso esa forma de acercarse a los Clásicos y me resultó curioso el uso del término “preferencias” por lo que conlleva de selección y de elección.

Y pensaba en ello cuando el otro día paseaba por la Puerta de Purchena, marcando los pasos al ritmo que parece indicar la estatua de Nicolás Salmerón, y sobre mi cabeza ejecutaban un débil vuelo aleatorio pergaminos con fragmentos de textos de nuestro Siglo de Oro colgados de las ramas de los árboles. Góngora y Quevedo compartiendo nicho. El teatro de Lope de Vega resonando en la madera aún viva. Fragmentos del Quijote y de la Celestina danzando por igual.
 
 

La iniciativa, coordinada por la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, lleva por nombre “El Jardín de las Palabras”, se enmarca dentro de las XXXIII Jornadas de Teatro del Siglo de oro y en ella participan escolares de varios centros de la provincia. Dejad que los niños se acerquen a la literatura, podríamos pedir.

Volver a estos textos es siempre un acierto, porque nos hacen viajar al origen de nuestra literatura. Y, además, porque suelen ser textos divertidos. Narraciones que nos descubren una sociedad que estaba viviendo importantes cambios religiosos y políticos, y que empezaba a apreciar la nueva forma de entender el arte. Pero una sociedad anclada aún fuertemente a su tradición católica y rural. Volver a estos textos es la mejor forma de conocer lo que somos como país y de entender nuestra cultura. Así que no estaría de más que no sólo los niños se acercaran a ellos. También les haría mucho bien a esos políticos que ya andan de nuevo a vueltas con otra campaña más en la que parecen haber olvidado tantas y tantas cosas.

 

martes, 31 de mayo de 2016

TRADUCCIÓN


La traducción de textos literarios es una labor que tiene muy poco de escaparate. Aunque el papel que el traductor juegue en el resultado final de la edición de un libro sea fundamental, éste es alguien que trabaja en la sombra y que cuenta con una escasa labor creativa. Al menos ésa es la opinión generalizada. Pero, como apuntaba el Premio Nobel de Literatura Octavio Paz en su libro Versiones y diversiones, “traducción y creación son operaciones gemelas”. Para el escritor mexicano, la traducción es un trabajo de industria verbal, donde la obra original es sólo un punto de partida en la creación de una nueva, bajo la premisa de un exquisito respeto, tanto estético como existencial, por el texto de partida. Es decir, el papel del traductor en la literatura –y, especialmente, en poesía– no es tan pasivo como cabría pensarse, sino que cuenta con una actividad fundamental que va más allá de transcribir palabra a palabra un texto. Más allá de alcanzar la “equivalencia perfecta” a la que hacía referencia el académico García Yebra al hablar de la traducción de textos científicos.

Y desde este punto de vista, la semana pasada visitó nuestra ciudad, de la mano de la Facultad de Poesía José Ángel Valente, el traductor Ramón Buenaventura. Buenaventura es un hombre de un físico contundente que a sus setenta y cinco años destila lucidez y genialidad. De pensamiento ágil y verbo punzante, realizó un bosquejo de sus más de cincuenta años en la traducción guiado por el diálogo con el profesor de la UAL –y director de la editorial universitaria–  Miguel Gallego Roca. Tiró de recuerdos, de anecdotario y de memoria para contar cómo ha discurrido la historia de la traducción poética en nuestro país y del papel en ésta de las editoriales Hiperión y Visor en las últimas décadas del Siglo XX, y humanizó, desde su experiencia, el papel de autores y editores.



Como otros muchos traductores, llegó a la profesión por pura casualidad, con un texto con el que había trabajado sin ninguna pretensión comercial ni preparación académica –sólo lo hizo porque hablaba francés–, y en su visita a nuestra Universidad defendió con flema que la suya no es una actividad mecánica.

La traducción de textos escritos, como es obvio, ocupa un espacio pequeño en la historia del hombre –no más de veinte siglos, y sólo el último de ellos de manera regular–. Y, probablemente, su recorrido futuro sea más corto aún. Pero la realidad es que, gracias al trabajo exquisito de gente como Ramón Buenaventura, muchos hemos podido leer y entender el universo literario de autores como Sylvia Plath o Rimbaud. Así que desde aquí mi reconocimiento y mi agradecimiento a su manera de entender su relación con la obra del otro.

martes, 24 de mayo de 2016

IMPERFECCIÓN Y BELLEZA


Me gusta esa parte del aire que le insufla el saxofonista a su instrumento y que no se convierte en música. Un aire insumiso. Un aire que se rebela contra su destino. Sé que para algunos esto puede ser el aviso de un problema: una mala embocadura, una forma incorrecta de atacar la boquilla… Pero a mí me gusta. La belleza de la imperfección. O, a lo mejor, es que lo que me gusta es el sonido del saxofón; sin más. Independientemente de la ejecución. El saxofón conjuga la sonoridad de la madera con la fuerza del metal. Y es la mezcla la que le da ese sonido tan característico y que ha sabido encontrar su sitio en determinada música popular como el jazz.

La semana pasada, gracias a las tardes poéticas de la Dulce Alianza, pudimos disfrutar de una agradable aleación entre poesía y música. La música la puso el saxo de Antonio González, mientras que la poesía corrió a cargo de la voz única de Andrés Neuman. El poeta, de imagen un tanto velazquiana –con la media melena caída con simetría y los ojos tan tímidos como tristones– hizo un repaso por su obra poética siguiendo el ritmo que le marcaba el instrumento.

A la música de Duke Ellington respondía Neuman con una serie de creaciones sobre los viajes. A la de Scott Hamilton, daba la réplica un bloque de poesía nocturna. E igual pasó con las interpretaciones de las obras de Toni Benet, Ella Fitzgerald o Ben Webster. El saxo trazaba la línea y sobre ella dibujaba paisajes el escritor.



Andrés Neuman no es un poeta al uso. Llegó a Granada a los trece años y aún se cuela por su voz el silbido meloso de su origen argentino. Igual compone aforismos que construye microrrelatos; lo mismo esboza ficciones noveladas que declama poesía. Narrador y poeta, se ha dicho de él que es un escritor “tocado por la gracia”.

En el sótano de la Dulce Alianza defendió que la poesía no fuera el postre, sino el pan, y planteó sus dudas sobre la lógica interna de los cuerpos de dos personas que comparten cama; sobre aquello que buscan los cuerpos cuando no saben qué están buscando. Pura declaración de intenciones. Porque, ¿qué es la poesía sino una continua búsqueda sin saber lo que se busca?

En el guiño chinesco de las sombras del local, Neuman se fue creciendo en un dulce recorrido por su obra. Seductor y brillante, el poeta diseccionó sin demasiado pudor el sentido de los versos mientras consumíamos la tarde. Otro acierto más de este ciclo que se ha consolidado tras un año de buena poesía. ¡Felicidades!

 

martes, 17 de mayo de 2016

LA OFICINA


Poeta de guardia es un programa estable de poesía, coordinado por Toño Jerez y cobijado por el paraguas underground de La Oficina. En él, los poemas se deshilachan en las noches de Almería desde hace casi cuatro años y la lista de artistas que han protagonizado alguna de estas sesiones van desde Felipe Zapico hasta Deborah Antón, pasando por los locales Juanma Gil, Raúl Quinto o Pilar Quirosa, entre muchos otros.

Y ha sido Julio Béjar el último en exponer su espectáculo centrado en la poesía, pero que no sólo se nutría de ella. Sucedió el pasado viernes, el mismo día en que Mariano Rajoy, a escasos metros del local de la Calle de Las Tiendas donde habita esta iniciativa cultural, paseaba para dar lustre –y un poco de caspa– a nuestra Feria del Libro. Pero La Oficina vivió de espaldas la solemne visita de nuestro presidente. Mientras la policía cortaba calles y los palmeros jaleaban cada paso de un risueño y afable Rajoy –la proximidad de las elecciones obliga a vestir de cercanía–, Julio Béjar y los suyos descargaban poemas, guitarras y cajones flamencos de su furgoneta.



Porque el poeta no vino solo. Víctor Guirado acompañó con sus acordes melódicos la música de la poesía, mientras que Daniel Ortega, armónica o cajón en mano, marcaba con discreción el compás o subrayaba las notas de cada verso. Una mezcla mágica. Una amalgama sencilla (como dice el propio Julio Béjar, la complejidad suele enmascarar a los mediocres). La suma de elementos puros orquestados por el perfecto maestro de ceremonias que resultó ser el poeta.

Luego, más de una hora en la que encontraron su espacio las bolsas, las mudanzas, los payasos e incluso un concejal de urbanismo. Pero por encima de todo, la poesía cedió su voz a la insatisfacción y a los perdedores –o a la insatisfacción de los perdedores…, aún no lo tengo claro–. Porque de ellos no hablará la historia, pero sí los poetas. Porque de ellos es el porvenir y porque para ellos es el himno que Julio Béjar les dedicó. Y todo encabezado por una poética inundada de preguntas. De porqués. De dudas que al final se diluyeron. Si no porque encontraron respuesta, sí porque nos hicieron entender que los poetas de lo que viven es de no encontrar soluciones.

La Oficina Producciones ocupa un espacio único en nuestra ciudad y tiene que seguir haciéndolo. En él conviven talleres, charlas, recitales y demás manifestaciones o actividades artísticas autogestionadas. La cultura almeriense le debe una a este espacio asociativo. Así que dejémoslo respirar. Y si no somos capaces de entender lo que hace, al menos no pongamos piedras en su camino.