Aún conservamos en el paladar la
embocadura del último día del libro. Como el ejército de
Pancho Villa, escritores de distinto pelaje exponían como trofeos sus más
recientes publicaciones en las mesas preparadas a modo de reclamo en las
librerías y biblioteca de nuestra ciudad. Aunque en esto no somos originales.
Con una suerte de localismo conmemorativo, la celebración guarda un tono
similar en casi cualquier punto de la geografía nacional.
Y digo esto sin ninguna
pretensión de desapego. Por lo general, me gusta el folclore. Defiendo la
celebración popular de las costumbres de cada rincón. No entiendo el desarraigo
de la tradición, siempre y cuando ésta no atente contra la dignidad de nadie. Y
en este caso, resulta evidente que no es así. La celebración del día del libro es
un claro motivo de festejo, independientemente de lo cerca o lo lejos que se
viva el resto del tiempo del universo literario.
Este año, además, la celebración
ha adquirido una magnitud mucho mayor al coincidir con el cuarto centenario de
la muerte de Cervantes y Shakespeare. Aunque en realidad hoy tenemos la certeza
de que ninguno de los dos murió el día 23 del mes de abril. El primero de
ellos, el alcalaíno, falleció un día antes, el día 22, mientras que el
británico sí que lo hizo el 23 de abril, pero del calendario juliano, que era
el que regía en tierras anglosajonas y que se diferenciaba en once días del
calendario gregoriano, usado por entonces en nuestro país. Pero esto es lo de
menos. La aceptación popular de esta efeméride –impulsada por el marchamo
oficial que le otorga la UNESCO– está por encima de lo que impondría el rigor
de la historia y eso es lo que importa. Al menos para la industria editorial,
los libreros y los mamporreros que cuadran las agendas políticas de nuestros
dirigentes, que en esta fecha siempre sacan a relucir su erudición y su
ferocidad lectora.
Pero, insisto, aplaudo con
fervor cuasirreligioso todas las iniciativas por acercar a escritores y
lectores en ésta o cualquier otra celebración. Creo, de verdad, que es
importante que se lea para la formación integral de las personas. Decía Javier
Marías en estos días que “escribir tiene algo de anómalo”. Seguramente sea así,
pero no lo tiene el hecho de leer. Leer, como acto de interpretación y de
conocimiento, es un impulso primitivo. Por eso, la amalgama literaria, los
cruces antibiológicos de gustos creativos, las mesas expositoras con títulos
discordantes y los excesos verbales de poetas y narradores están más que
justificados. El día del libro fue un día festivo. Brindemos por ello.
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