El malditismo fue un movimiento
literario que surgió en Francia a finales del Siglo XIX centrado en el mundo de la poesía, que se llenó de
simbolismo. Su filosofía era la de romper con las reglas de la época y lo hizo
con un lirismo oscuro y decadente, que trataba de reflejar –al tiempo que
criticar– la vida política, cultural y social de ese momento. En la poesía
maldita, el mal pasaba a formar un lugar predominante de la naturaleza humana y
los versos se cargaban de pesimismo, oscuridad, símbolos y reprobaciones. Y
fueron Baudelaire y, sobre todo, Rimbaud los máximos exponentes de este
movimiento literario.
Pero el paso del tiempo ha
colgado el cartel de maldito a cualquier artista, independiente del arte para
el que cuente con su talento, que se opone al canon social, artístico y
estético del momento que le toca vivir. Aunque también es cierto que ha sido la
literatura del Siglo XX la que más
elementos ha sumado al malditismo. Y es fácil reconocer ingredientes comunes a
tipos tan variopintos como Henry Miller, Charles Bukowski o Leopoldo María
Panero que los recluta y alinea con la definición que los clasifica. Alcohol,
autodestrucción, identificación con el condenado, vida intensa y apología del
perdedor. Son sólo algunas de las particularidades que definen a estos y otros
malditos.
Otra característica común a
todos los escritores referidos hasta este punto es que ninguno de ellos se
encuentra vivo en la actualidad. Hay quien defiende que el malditismo ha
muerto, al menos en el ámbito literario, y que ser un verdadero maldito pasa,
hoy en día, por no publicar absolutamente nada. El silencio frente al tremendo
ruido de la comunicación. La desidia, la pereza y la insumisión frente a la
literatura. Pero no tiene por qué ser así necesariamente. Siguen existiendo
malditos. Escritores ácratas. Rupturistas. Secesionistas de la poesía.
Pendencieros irredentos de los corsés literarios.
Y de entre todos los vivos,
quizá el escritor que mejor defina al malditismo es Michel Houellebecq. De
origen francés, como el propio movimiento, el autor de Las partículas elementales (publicada en español por Editorial
Anagrama en 1999), no deja indiferente a nadie. Irreverente, incorrecto, ateo y
particularmente islamófobo, es tan adorado por los que lo defienden como odiado
por los que lo atacan.
Sátiro, polémico y canalla,
Houllebecq encontró en Almería –donde reside la mayor parte del años– el lugar
perfecto para escribir. De los españoles dice que destilamos cierto anclaje a
nuestro pasado más rancio. Pero eso es precisamente lo que le atrae. El campo
narrativo que genera nuestro modo de vida. Nuestro desierto. Nuestra vasta inacción.
Nuestra extravagancia. Por eso, escogió España. Y quizá por eso escogió
Almería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario